Wednesday, March 2, 2011

CUENTOS_CAJA NEGRA (1997) version original

Nota: la versión definitiva de este libro la pueden consultar en Amazon.

1. Caja negra
2. Cuarzo
3. De caballos y hombres I
4. De caballos y hombres II
5. De caballos y hombres III
6. Rosado-excreta
7. Metamorfosis del Otro
8. Hija de la luna
9. Cuidado con las hormigas
10. Un artista del suicidio
11. Naturaleza muerta con sexo
12. Homo habilis
13. Provisiones para el invierno
14. Egipto

Prefacio (de un libro llamado en principio El Camino de Egipto)

EL CAMINO DE ADRIÁN
“...Los críticos no se han puesto de acuerdo dentro de cuál generación ubicarle, y mucho menos, dentro de qué antología. Es demasiado joven para ser de los “viejísimos”, pero demasiado ignoto para pertenecer a la próxima evolución del término “nuevo”. Es por eso que el hombre que sueña ser escritor, vive en el último piso...”
He escogido este pequeño fragmento de Caja Negra (el relato que abre esta selección de cuentos de Adrián Valdés Montalván (La Habana, I972), graduado de la Academia de Artes Plásticas “San Alejandro”. No confundirlo, por favor, con el Artista del suicidio), porque entre otras cosas apunta hacia una de sus obsesiones, uno de sus motivos recurrentes: el mismo arte de narrar, la escritura.
“Tema o asunto (el de la escritura) tan viejo como la literatura misma” -puede estar pensando ya el lector de estas (in)necesarias lineas introductorias. Sólo que -y esto quiero advertírselo al respetable receptor- ese mismo arte de narrar ha experimentado una especie de vuelta de tuerca en la cuentística nacional más reciente; esto de modo especial en las manos (y la mente) de la más novel generación de escritores cubanos, denominados por una buena parte de la crítica nuestra (y de no pocas voces fuera del patio) los “novísimos” -artistas que han nacido entre 1958/1959 y 1972, cuya producción ha aparecido entre la segunda mitad de los ochenta y la segunda mitad de los noventa y ha determinado un cambio en el proceso cultural del país.
De aquella vuelta de tuerca, de nuevas experiencias vivenciales y de su formación intelectual han nacido actualizaciones y reactualizaciones de asuntos y temas, nuevos personajes y a veces desconcertantes transgresiones del relato, de toda la escritura.
Determinadas constantes temáticas: el deterioro y la cosificación de las relaciones humanas (véanse, por ejemplo, Egipto, Provisiones para el Invierno, Homo Habilis), la predilección por lo periférico y no lo central (en este caso el jineterismo - sinónimo de prostitución dentro de un país que enfrenta un nuevo fin de siglo: De Caballos y Hombres I, II y III) y algunas preferencias estilísticas: el minirelato (Cuarzo y Rosado-excreta ); los textos fragmentarios, los juegos intertextuales y de lo autoreflexivo, la integración - hasta disolverlos - de “lo fantástico” y “lo realista” ... que han conducido a (re)capitular sobre la condición (post)moderna de muchos de los textos (post)novísimos - especulaciones que necesitarían de más páginas, por ahora evitables.
Releyendo más de un texto (in)édito , me pareció advertir - y no he cambiado de opinión - que muchos de los relatos escritos en la segunda mitad de los noventa se alzan sobre historias familiares (Homo Habilis) y la re-escritura intertextual (de La Metamorfosis kafkiana: Metamorfosis del Otro) o acentuadamente individuales (en casi todas las narraciones de Valdés Montalván), incomprensibles sin el drama social de la nación (y de este mundo unipolar, le llaman) en los años noventa, y las crisis en las que, al parecer, amaneceremos en el siglo XXI.
Una de las particularidades dominantes de El Camino de Egipto es su detenerse en las tragedias sexo-sentimentales de la pareja en las más disímiles combinaciones, y en la manera (post)moderna atravesada por una personalísima lectura de la Teoría del Caos (en Cuidado con las hormigas), en que se trazan las historias amorosas: el modo distanciado, a veces cínico, con que se narran las aventuras del personaje central, del narrador, del autor implícito, de un autor real siempre entrecomillado y las restantes figuras del relato, lanzados como un rompecabezas de inconfundible heteronimia pessoana.
Si bien los críticos - a estas alturas - dizque no se han puesto de acuerdo dentro de cuál generación ubicarle y dentro de qué antología, al decir del personaje de marras, este eterno especulador - quien tiene sus preferencias, por supuesto, dentro de este conjunto de textos propuestos por El Camino de Egipto - está convencido de que Adrián Valdés Montalván forma parte - sin dudas - de nuestros (post)novísimos narradores y puede/debe ser incluido (sobre todo por su Caja Negra) en una antología de la más reciente hornada en la cuentística nacional. Sobre todo, valga la redundancia, porque ya está convirtiendo en realidad sus sueños (Ser escritor), a pesar de que viva en su “amoroso” último piso. O quizás, precisamente por eso.

Salvador Redonet, Febrero 20, 1997.





1. Caja negra

Todo sujeto puede tener cualquier predicado, toda relación concebible es posible.

C.Levi Strauss



Lo que pasa es que X está sentado en el banco de un parque y aquí vienen los problemas, porque X está sentado en el banco de un parque y el parque está situado en la ciudad que ya saben. Uno se cansa de sentar siempre a X en el mismo banco del mismo parque y de la misma ciudad. Bueno, no tenemos que exagerar, puede variar el banco, puede variar incluso el parque, pero lo que si no varía es la ciudad, este punto minúsculo del mapa donde el amo de las marionetas me ha colocado, y donde yo, a semejanza, que no tanto a imagen, coloco a este personaje que fuma un cigarro tras otro, porque en verdad, no se me ocurre una fórmula mejor para acercarme al pretendido concepto de hombre que desespera ante la impuntualidad femenina. Todos sabemos lo dramático de este momento.
a) X presenta un crónico declive en su autoestima, por razones que serán analizadas en breve.
b) X necesita de esta suerte de rendez-vouz, cuyo satisfactorio desenlace hará posible posteriores ...
c) X precisa del conjunto para imprimirle un tónico ingrediente a su imaginario.
d) X, a pesar de percatarse de la incongruencia manifiesta entre la hora convenida y la hora en curso, inventa excusa tras excusa; intenta situarse (paradójicamente) en el lugar del otro, para llegar a comprender (justificar es comprender) el motivo del desencuentro y después, imprimirle una mirada positiva al acto de permanecer un solo minuto más acá, muchos solos minutos más acá.
¿Y cuál es el objeto de todo esto?
Marque con una X (curiosamente el nombre del personaje).
? Alcanzar a descubrir adónde se dirige la fila de hormigas que avanza disciplinadamente hacia un lugar desconocido, muy cerca de sus pies (¿Dónde está el hormiguero?)
? Lograr aspirar el suficiente humo como para que su cuerpo se infle y, elevándose por los aires, pueda llevarle hasta el lugar que desea (¿El cuarto de la mujer que espera?).
? Se encuentra posando para un artista que pretende inmortalizarlo en este instante. No, no, preferentemente en otro.
? No puede moverse del espacio que ocupa.
? Intenta postergar su convencimiento de que no hace nada en este banco de este parque y de esta ciudad. Ella no viene, tal y como no lo había prometido. Gestalt que amenaza resentirse un poco más. El rendez-vouz no cumple su función tónica.
¿Por qué se ha lastimado la autoestima de X ?
El hombre se levanta de la silla en la que ha estado sentado los tres últimos cuartos de hora. Es difícil escribir con un toque de santo del otro lado del muro. Los vecinos, claro. El hombre le dice unas cuantas groserías a su perro que cada vez deja más pelos desperdigados por doquier. Dentro de poco la casa del hombre podría ser tapizada con semejante materia si las cosas prosiguen del mismo modo y “este perro de mierda”...Comienza otra vez a insultar al perro, pero suena el teléfono y el hombre se ocupa en ofender a su interlocutor. La comunicación se interrumpe bruscamente y como ya no tiene sobre quién descargar su ira (en la casa vecina finaliza el toque de santo y además, no está bien disgustarse con los vecinos), el hombre se da una ducha con agua caliente (todavía no se ha ido el agua), y se acuesta a dormir...
En el sueño no es otra cosa que un escritor. Vive en el último piso de un edificio, exactamente en la azotea. El ascensor funciona impecablemente, así como el correo, por el cual recibe toda la información relacionada con eventos de Literatura. Los críticos no se han puesto de acuerdo dentro de cual generación darle cabida, y mucho menos, dentro de qué antología. Es demasiado joven para ser de los viejísimos, pero demasiado ignoto para pertenecer a la próxima evolución del termino nuevo. Es por eso que el hombre que sueña ser escritor, vive en el último piso. Mentira. En realidad esto ocurre porque así evita que los vecinos (además de sus ruidos) le ofrezcan sus filtraciones en generosa contribución. Intenta escribir un cuento y ganar algún concurso. ¿De qué puede vivir un escritor? ¿Cómo ubicarlo en la cadena alimenticia?. Ya sé lo que van a decirme, pero yo conozco a muchos escritores que son faquires de estrellas. Se introducen la trompa dentro de su boca y aspirando fuerte, fuerte, se inflan, se elevan en el aire alcanzando alturas sorprendentes. El combustible (no se trata de humo), no les alcanza para planear de modo indefinido, así que van a depositarse disciplinadamente en la primera punta de estrella que divisan, donde (sonrisa mística en la boca), se acomodan para invernar. Las estadísticas demuestran que existe un escritor por cada punta de estrella. Si aceptamos como representativo el icono pentagonal que se ha generalizado, tenemos motivos para sentirnos satisfechos de tanta cultura.
¿Para qué nuestro escritor quiere ganar un concurso?.
Se levanta. La mañana ha comenzado con las grata bendición de todos los santos. En la radio recitan un poema de Lezama Lima. Apaga el equipo y se sienta junto a la maquina de escribir.
¿Qué me importa a mí X?
Quise escribir un cuento pero no puedo escribir otra cosa. Todos los personajes confluyen en mi espejo que no es mágico. Mi espejo, que es una grieta. Mi espejo que no es el de Lacan, sino un barco encallado en la estepa y un caballo.
Mi revólver no es el de José Asunción Silva.
Flash Back: Soy un niño, otra vez, comiendo una golosina (puede haberse tratado de un helado).
La madre de mi padre está conmigo. Un grito y un ruido, girando entrelazados en mi memoria encandilada. Ella mira. Y yo también quiero acceder a la visión, zafarme de sus manos sepultando mis ojos. Tengo la edad del espanto, cuando Abuela cede al empuje de mi curiosidad. Sobre el pavimento hay un charco de sangre. Y más. Los gritos son de una madre, y el cuerpo que retiran el de una niña que jugaba en la calle cuando llegamos... el líquido cubre todo su cuerpo... El chofer no se detuvo cuando los sesos se imprimieron sobre las ruedas. La madre no dejaba de gritar cuando volvimos a los helados. No pude terminar de comerlos.
Flash Back: No soy un niño. Estoy comiendo. Esta vez sí estoy seguro: es un helado. Un camión avanza imponente y majestuoso, todavía no lo veo. Estoy parado en una esquina y, a mi derecha, el camión se incorpora al enjambre de la avenida. Ya podría verlo pero no reparo en él aún. Un hombre maneja una moto en sentido contrario al gigante. Ocurre: un problema simple de sincronización. El cuerpo A (camión) y el cuerpo B (el hombre sobre la moto) se embisten. Como en un torneo medieval, pasan uno junto al otro. Aparentemente no ha sucedido nada, pero sí, un golpe seco y casi inaudible. El cerebro entra en colisión con la superficie lateral del cuerpo A. El cuerpo B sigue avanzando. Nada ha ocurrido al parecer pero hay algo que evidencia lo contrario. Una estela de sangre va dejando la cabeza sobre el costado del otro. No dejo de comer (devorar mi barquillo escrupulosamente) cuando asisto a la muerte de esta persona. Lo estoy mirando hace siglos pero sólo ahora puedo verlo, sólo ahora que cae, que yace la moto sobre el piso y él intenta levantarse. Alcanza a erguir el torso y mirar en esta justa dirección con los ojos más limpiamente asombrados que he visto, para caer, definitivamente, a escasos centímetros de la rueda trasera. Silencio total que cede ante el bullicio que se expande. Una nube de personas se lanza sobre el cadáver ajeno. La visión de nuestra propia muerte en el espejo del otro inflama en nuestras vísceras la piedad. Ya he visto lo principal, por eso no me acerco. No me interesan los restos, no preciso de la huella. El hambre se excita ante el espectáculo de tanta fragilidad. Termino de comer mientras la muchedumbre se dispersa...
Pero existe un punto común entre estos dos momentos referidos y los otros, que no importan (no sólo el helado: hipotética relación mortuorio-digestiva). Se trata de lo siguiente: En ambos casos no hubo música. El cine nos enseña que la muerte y el amor van precedidos de una música, una música que torna inevitable la bala que mata y el beso que revive, una música que implica que ese momento que sobreviene debe ser así y no de otro modo. Me refiero a una música ex profeso, que hace un todo del estómago y el alma. Nada importan aquí los ruidos cotidianos. Esos ruidos forman parte del Gran Silencio.
Mi espejo es una máquina con teclas retorcidas, este parque donde a veces la espero.
Desde que estoy aquí no deja de llamarme la atención este tipo con cara de escritor en ese banco. No, no, realmente no tengo como justificar el haber pensado precisamente que se trata de un escritor. Será que su cara me recuerda la de un libro de Literatura, tal vez la de ese que hacía heterónimos. Sí, pero es que se trataba de varios. Bueno, tampoco tengo que justificar toda la mierda que se me ocurra pensar. Creo que puede servirme. No parece tener intenciones de moverse mientras espera. En este parque siempre se espera a alguien. Excepto yo, que sólo espero terminar este ejercicio, que ya debía haber entregado. Intentaré dibujarlo desde aquí. Parece uno de esos tipos que nunca se da cuenta de nada. Cuerpo entero, sí. Primero la estructura. Nada de un boceto, un dibujo. Esta es la idea.
No saber si ella siente, de vez en cuando al menos, el peso de esta mirada mariconcita que se posa en el vacío, donde el paisaje simula una tarde del trópico, buscando una mirada compañera, flotando en este viento ingrávido de agosto o de julio, no sé, susurrando una letanía, algo así como un bolero; iba a decir que me parte el corazón pero ¿qué van a decir mis amigos y conocidos en su cruzada antikitsch? Me suscribo entonces a decir “me mata”, porque Holden Caulfield y Sallinger siguen siendo guardianes del buen gusto. Resulta que pienso a esta mujer más de la cuenta y es retornar al inicio de este párrafo decir que no sé si ella me piensa, y esto no sería otra cosa que alimento para mi ego y antídoto a mi fobia de ridículos y papeles protagónicos desafortunados. Es ese punto en que el masoquismo nuestro de cada día se lamenta: “¿Dónde estás, señora mía, que no te duele mi mal?”...y Sade concluye la condena de una Dulcinea que es pérfida sólo por no ser desgraciada: “O no lo sabes , señora, o eres falsa y desleal”. Sade desea que ella sufra como yo sufro, que no deje de pensarme mientras destierra mi cuerpo del suyo porque, interponiendo el océano sus aguas, pensar que no singue, que no folle, que no coja, que no tire, que no copule y que no tiemple es pedirle demasiado a alguien que es un pobre mortal como uno mismo y a una época donde esas ternuras de abstinencias medievales no son otra cosa que utoimpías que no se acoplan a esta moda cada vez más acelerada, de incentivos para la sensibilidad, de falsas pistas en que podría transcurrir nuestra vida, si la noción de realidad con mayúsculas no nos marcase como las reses, si no fuéramos este isleño desencantado del paisaje habitual, sin presupuesto para encallar en tierra firme, o tal vez, esta niña que sufraga su independencia trabajando de mesera en el café de una ciudad y de un país que no es este, mientras mamá le alquila un psicoanalista de bolsillo y pudiésemos ser Humphrey Bogart e Ingrid Bergman con un final sin adioses irrevocables o astronauta, juez de paz u Oliverio con dinero, o los protagonistas de una de esas tontas películas de Hollywood donde el bueno, tan bello como yo debiera ser, es arrojado por el impacto apocalíptico de un coche de metro en el muro donde empieza la calle, es decir, irrumpiendo en la vía publica, y cayendo sobre el alucinante pecho de la heroína a la que besa, ¿y qué otra cosa se puede hacer sino besarla mientras la multitud de ejecutivos y desocupados se hermanan por un instante en el delirio de aplaudir y no hay nadie que aplauda el reguero de semen que he dejado con todo mi amor; y qué otra cosa puede ser sino una declaración de amor esa huella que duerme sobre mi sábana predilecta mientras yo pongo mi más estúpida cara de animal orgasmado y en la radio, y felizmente, increíblemente, se puede escuchar una asmática voz que reza: “Ah, que tú escapes...”?

¿Por qué será que no dejo de pensar en la profesora de Literatura?. Se ve que gozaba poniendo en boca de Archipestre, el viejo Archipestre, eso de que la mujer debía ser cuerda no sé donde y loca en la cama. Sí, porque ella sí debe ser tremenda loca. Una locura meterse a esa tipa. Si yo no fuera el comemierda que soy tal vez pudiera hacer algo...¿Pero cómo cojones esa tipa se va a fijar en mí cuando cualquiera de los bellezos darían el poco cerebro que no tienen porque esa tipa se los singara?. Sí, porque no otra cosa sería. Ella debe ser de las que mama pinga y coje por el culo, para variar. No una de estas puticas aficionadas, a las que bueno...Voy a tener que botarme una paja de lo que no hay remedio cuando llegue a la casa. Realmente es lamentable que menos de la mitad de los pintores sean pintoras, y resulta más lamentable aún, que menos de la mitad de la mitad sean buenas hembras. Y estos son cálculos optimistas. Pinga...se levantó del banco. Ah, no, ya regresa. Parece que sólo fue a estirar los pies. ¡Que obstinante esperar!... y este tipo parece que acaparó toda la paciencia del mundo.

Tengo un amigo que dice que las mujeres están más cerca de lo Inasible y este es el punto donde comienza a adoctrinarme de nuevo con los tres Nudos Borromeos si no le digo que pare, que el Psicoanálisis me sabe no a otra cosa que a mierda. Creo que Kafka dijo algo así como que siempre iban a tratar de no tener la culpa, culpa cauterizada no del todo felizmente desde los tiempos de Eva a nuestros días. Les ha hecho parir los hijos con dolor, el recuerdo de una manzana que no es manzana en realidad, mordida, hollada, profanada. No dejas de asombrarme, cicatriz que sangra. La mujer es esa máquina deseante y seductora, esa vulva-cueva-pasión de espeleólogos, exploradores que se adentran con sus fálicas linternas, oscilando erguidas entre las piernas, introduciéndose intrépidas entre esas otras abiertas piernas de la hembra que puede fingir placer mientras nosotros no, que puede hacerlo un número ilimitado de veces mientras nosotros no, y que después desea que la acariciemos y que se le hable mientras uno desea dormir aunque sólo sea un ratico para recuperar, un poco al menos, no demasiado, esa vida que se nos va casi literalmente, cuando ensartada a nuestra placenta espermática la abastecemos en una operación que el vulgo suele definir como “dar pinga”, ejercicio preliminar de la vía láctea, y que puede estar o no relacionado con el acto de crear una  empatía entre el ser que la da y el ser que la recibe. La sinécdoque evoca la entrega de esperma producida y envasada en nuestra zona de pudor como “la pinga en sí”. Nada, que te despiertas por la mañana, con demasiado sueño para estar despierto, demasiada vigilia para estar soñando, y la mujer que duerme a tu lado, o mejor dicho, que despierta a tu lado, no dice ninguna estupidez (y no se trata de que uno pretenda dormir con Einstein), ni provoca , a los pocos minutos que tengas que ir al baño hasta que puedas volver a soportarla, regresar a su lado y decir, (preparando el terreno de un matutino y placentero sexo), una frase que invariablemente comienza con algo así como “mi amor...”.

La mujer se sintió tocada sobre el flanco. Despertó. El Poeta avanzaba sobre ella, visiblemente excitado. Se dio vuelta por completo y le hizo frente a su cuerpo con una sonrisa obscena. Siempre era así. No tenían casi que hablar y esto era cómodo para ambos (esto decía él). La sorda, a pesar de cualquier incomodidad, paradójicamente, intentaba comunicarse pero a él no le gustaba el sonido de su voz que se ignoraba a sí misma. Sus sordos gemidos de placer lo exasperaban. Ella podía notar aquel gesto de visceral y silenciosa repulsa. En presumible compensación, él decía disfrutar el lenguaje de las manos. Sin embargo, a ella no podía dejar de seducirle el lenguaje imposible. El Poeta acarició aquel rostro despacio, como quien explora la superficie de un objeto desconocido. Ella aventuró una mordida cuando los dedos pasaron cerca de sus labios. El sonrió de modo casi imperceptible. Sus manos se endurecieron sobre el cuello, pero en seguida fueron suaves nuevamente. Descender. Ella se arqueó al encuentro de su mano, delineando un camino hasta el vellamen convulso. Su excitación no hacía sino aumentar. Disfrutaba su nariz dilatada como la de un toro. Le complacía secretamente pensar que él quisiera matarla cuando lo miraba y sus globos foto-vertidos se quedaban prendidos de aquel otro, libidinoso globo que se elevaba sobre la boca de él, amenazando reventar. No ocurría, sin embargo. Ella podía percatarse a través del espejo, frente al cual él no dejaba de colocarla, manteniéndose intacto cuando, jadeante, la penetraba a su espalda. Y le tapaba la boca para evitar los ruidos, mientras ella se agarraba de los hierros de la cama y cargaba en sus rodillas su peso y el del otro. Después él se vestía y se marchaba en su carro. Pero esta vez no la hizo voltearse. Su mano se adentró, decidida, entre los muslos ya tibios. La improvisada falange de zapadores se topa con la avanzada que domina la intersección voluptuosa de los labios, cima donde los dedos se enloquecen y precipitan en el comienzo de los espasmos. Las piernas se abren, se desparraman sobre la superficie que dominan las sábanas y esperan en su centro. Entonces el bálano es conducido a la entrada de la cueva por las manos de la sacerdotisa. La oscuridad se hunde sobre él, devorándolo, engullendo este fragmento de carne ajena que siempre es fuerza devolver y reclamar otra vez. Ahora podía sentir aquella barriga sobre la suya. Disfrutaría de su rostro cuajándose en la mueca soberana del universo y la vía láctea. Adivinar las palabras que saldrían de sus labios, leyéndolas, descifrándolas, a pesar de los oídos inválidos. Habría de contener sus sordos gemidos, ante la mano que censura y poda el placer todas las veces. Pero no ocurrió así entonces, la mano del castigo no se nutrió de los labios silenciosos y prefirió los ojos. Antes de que la luz le fuera retirada, ella alcanzó a ver como sus labios articulaban textos que ella no pudo leer. Pensó que acaso debía decir que también lo quería. La digestión de la carne ardiendo entre las paredes de su cueva como un perverso candil que se adentra y devela oscuridades, moviéndose aprisa, cada vez más aprisa, convulsionando. Y cada golpe de vida que humedece, destila un rastro hacia la muerte.

Me mató...

...despertando abrazada a mi espalda...

Venía de otro mundo, equipada de fobias, rutinas y expectativas diferentes, y sin embargo no sentí como una extraña a esa mujer que besaba mis nalgas con su pelvis, que hacía un todo de mi espalda y sus senos y que acaso aventurase un mordisco en mi nuca, para luego refugiárseme en el cuerpo como una gata que languidece antes de ser la ausencia. Nada unifica tanto como la distancia cuando se quedan millones de cosas por vivir juntos y ambos dicen que no habrán de llorar o uno lo dice y el otro no puede hacerlo, mientras transportan de regreso pasajeros los aviones de hueso como metal y un corazón negro como las cajas. “Todo placer quiere profunda eternidad” ¿Y cómo no pensar que sí, que efectivamente es esa la otra persona, que por llevarse a la real junto al equipaje, nos permite sublimarle, convertir en aroma afrodisíaco hasta el pedito más siniestro de su intestino?. Considérese como agravante el hecho de que siendo breve el tiempo de confluencia, el milagro de ésta se nos antoja, con más razón, atemporal y eterno. Nada se puede hacer al respecto. Nuestros ojos son prisioneros de su deseo. Nada separa tanto como la distancia cuando uno empieza a pensar qué pudo sentir realmente el otro, y la duda cartesiana no encuentra una certeza justificable en sí misma. Falta un Deux ex machina que brinde a los enamorados el dinero que necesitan para volver a ser algo más que la dolorosa incertidumbre de las cartas que demoran o no llegan, y uno escribe y escribe a un destinatario que comienza a dejar de ser él para ser la proyección de nuestros deseos en él. Sisifónico letargo de un Narciso impotente. Saber que ella puede ser otra; peor, saber que ella puede ser muchas otras, recuerdo nuestro de ella que no perdura. Peor: ¿Y si nuestro recuerdo no fue más que la violenta emancipación de como quiso ella ser, más que el auténtico yo que suponemos ella?. ¿Qué hacer entonces? Su imagen es un pez vivo tras el cristal que no toco, superficie que besa el suicida enloquecido. Su cuerpo va en el orden que no nos asimila. Somos de esa materia con que se tejen los sueños. La adversa realidad de su vigilia (y es que todo sujeto no hace otra cosa que sufrir su realidad), nos quitaría, de tocarnos, la piel del ensueño inmaculado con que nos viste. Es el precio del amor para los seres inteligentes. La rutina es un registro higiénicamente inaccesible.

Siempre existe una nave que uno pretende salvar del incendio, infeliz acepción del eterno retorno.
Yo tengo para mí este quemante recuerdo de su pelo encarnado, cortado al nivel de la barbilla, y esa mueca deliciosa de sus labios, intentando dominar la risa producida por un chiste que no tuve que explicarle, a pesar de los huecos de la cultura. Tengo su cuerpo bailando para mí con otro cuerpo, espina dulcísima en la córnea.
Hoy que la realidad se impone aunque Piazzolla se saque el melón de la cabeza, y me salude o nos salude, y nuestros tontos planes sean, y para siempre, menos planes y más tontos, no tengo más que decir que le falta una mujer a mi cuerpo, que el paraíso y el infierno carecen de tentaciones, aunque no piense en ella cuando me vengo, aunque no piense en nada cuando me vengo, aunque me venga y no se vengan los ríos de sus entrañas carniceras a perecer, desembocar justo en el borde de mi lengua.
Esta mujer me mata...
No tengo otro remedio que sobrevivir.
Dijiste: “a mí me basta con saber tu existencia.”
El escritor tiene los flancos desbastados por tus cartas. El escritor tiene la lengua devastada por el sentido común y las hormigas. Una bomba lacrimógena en cada beso posdata y un viento de cuaresma en el más triste de los trópicos. A mí me duele especialmente saber que existes, como me duelen los sellos de correo, las aerolíneas y las fronteras. Yo no soy el escritor pero escribo el escritor que te escribe. Las curas son de caballo, caballo joven, potro de tortura. El alcohol desinfecta las heridas pero no cura la nostalgia (ni lo pretende) por la llaga purulenta. Se puede soportar la nostalgia, se la puede guardar en un bolsillo del pantalón y así evitamos pañuelos. Se la puede amordazar y dejarla colgada de un perchero, para cuando estemos solos ejercitar el travestismo, se la puede estrujar, despojarla de espinas y utilizarla para la higiene estomacal, la profilaxis de la hemorroides y como ungüento para el dolor de cabeza. Yo sobrevivo, sobrevivo-te. El antídoto a la nostalgia resulta especialmente difícil de encontrar (dada la mutabilidad de los síntomas), pero existe una gran variedad de sedantes. El más eficaz es el cinismo que fermenta, inevitablemente, en el acto de sobrevivir. Es por eso que el cinismo no requiere demasiadas condiciones para su cultivo. A semejanza de los vinos, la variedad de añejos resulta la más cotizada y a los efectos que nos ocupan (farmacología) deviene materia prima ideal. La nostalgia es tan absurda como tanta mediocre bonanza, aséptico devenir de tantos días anodinos. El arte del amor es la vocación de exagerar. Sobrevivir nos enseña la calma y el sosiego, sobrevivir desinfecta del amor... y de otros males. Cuando pienso que existes me duele mi inexistencia. En la espera de este parque el verano ya es otoño. Me duele estar sentado en este parque y no esperarte. Esperar a una mujer pedestre y dulce. La epicidad del sexo es mi gran virtud. Yo no te espero pero no así los otros, X y el hacedor de textos, Bajtín, el narrador invisible con don de ubicuidad, y todos los pintores y todos los choferes del mundo. ¿Recuerdas aquel chiste de la sorda que lo está haciendo con un tipo? El tipo cuando se viene le dice: (Bueno, yo no soy Henry Miller, imagínate un tipo  especialmente agresivo) La sorda responde : Sí, yo también te quiero...
Me gustaría ser un gato, tener espinas en el pene y desgarrar el otro sexo al retirarme. Por lo general, en ese instante, se hacen bastante daño. Se puede decir que estos animales deshacen el amor. La ternura y la violencia no están para ellos escindidas y, además, son más aristocráticos que los perros y nosotros. Esperan la noche y la ausencia de humanos para copular. Mierda, siempre me disgrego. Esto ocurre cuando uno vive en una casa que es el lugar común de los libidinosos gatos del vecindario y sobre todo, si es de noche.
Mira, no digo nada, si por casualidad aparecieras en este parque (soy un taumaturgo: estaba sentado en un banco y después en mi casa con techo de gatos. Ahora estoy de nuevo en el parque ficcionando que apareces) hablando-me algo relacionado con el embotellamiento de los aeropuertos, yo no tendría mayor inconveniente en levantarme de este banco, ofrecerte mi brazo (porque para algo son los cuentos) y comenzar a planear juntos sobre la ciudad, como en el cuadro de Chagall que de seguro ese estudiante de la Escuela de Bellas Artes (hace rato que dibuja, pretendiendo que yo no me dé cuenta) tiene colgado en la pared de su cuarto, porque así lo quiero yo. Quedamos en que llegas y me tapas los ojos con las manos...
Y ya tenía que llegar esa comemierda para taparle los ojos con las manos al esperante y joderme el dibujo. Estas escenas de amor me revientan. El amor me cae peor que las lombrices del culo. En fin, que no lo puedo terminar y así no voy a entregarlo. Ya se está haciendo muy oscuro en este parque para seguir dibujando y más para empezar de nuevo. Ese payaso le brinda su brazo a la otra... y se largan. En realidad, es bellísima. No hay dudas de que el mundo está mal repartido.
Escena clásica de pareja feliz. Cariñitos y etcétera.
El hombre que esperaba a la mujer y la mujer que era esperada se desplazan con intenciones evidentes de cruzar la (a)venida. Puede añadirse algún detalle pintoresco (algo así como un regalo, miradas y sonrisas). A los efectos de una mayor comprensión revisar archivos fílmicos. El estudiante de Bellas Artes se dedica a blasfemar en voz muy baja, de los cariñitos y etcétera. Le resulta imposible no codiciar la mujer del prójimo. Su vista acompaña, galantemente, el bello trasero de la mujer que era esperada. Rompe el dibujo y enciende un cigarro. El banco del estudiante, el banco del hombre que esperaba y un punto medio en la avenida, originan un triángulo equilátero imaginario de 10 metros en cada cateto. Los 10 metros que separan a la pareja del punto medio en la avenida, no llegan a ser completados. Junto a la línea divisoria del contén, a mano izquierda, se encuentra parqueado un enorme camión. A mano derecha está libre la senda hasta unos 50 metros. Allí se encuentra parqueado un automó(vil). Un hombre baja las escaleras de un edificio situado sobre la avenida. En el segundo piso vive una mujer que no oye. El hombre enciende el motor y pretende cubrir la distancia que lo separa del camión.
Explique, en su opinión, por qué la distancia entre el banco y el punto medio de la avenida, no puede ser rebasada por la pareja de enamorados.
Es alentador cuando un Poeta se lanza, el timón en la mano, contra un cruel y colosal edificio rodante, para quedar destrozado por el impacto, estela que dibujan los cristales rotos sobre la piel y la carne que aflora en las heridas. Aquí avanza el filo de la hoja, quitándome la vida instantáneamente, economizando el dolor, olvidando un dolor que no vendrá, ahuyentado por mi grito que espanta a los cuervos y a la dama de las tinieblas que sodomizo. Es bello el arte de morir, fundirme con el todo y anularme, ser el todo, superficie compacta del camión de camiones y no escisión humana. Sólo este breve momento de ira suprema que los ángeles debieran acompañar con su coro tautológico, mientras yo me he colocado fuera del circulo de tiza del demiurgo y sólo pienso en la gloria de poder decidir en qué momento salgo de la escena, en qué instante aprieto la tecla “Escape” y la pantalla se oscurece, yo que logro sonreír porque ya puedo amanecer a la oscuridad que ha de venir, tal vez la luz, aunque ello implique que dos jóvenes enamorados que cruzan en ese injusto momento, imprevisiblemente, inevitablemente, la avenida de tantos parques y tantos árboles, después de haberse encontrado finalmente, se interpongan entre el camión de camiones y yo... lo siento...Es todo lo que puedo decir. No deja de ser bello morir junto a dos enamorados, una hermosísima pareja de humanos cadáveres, como habré de serlo yo, que soy, que al fin ya puedo ser, uno de ellos, uno más entre ellos. Envidia de Heidegger, el Ser para la Muerte.

Post Scriptum:
La escena es como un final de Godard.
Una muerte absurda pero imprescindible. Conozco a alguien que diría “redentora” con el acento de un inusitado chofer, también Poeta. Un camión intacto como paisaje de fondo. A escasos centímetros, el vehículo detenido y un cuerpo que sangra. El otro cuerpo, proyectado en la colisión algunos metros, también sangrando. Es retirado por los miembros de la cruz roja. Después el otro. La identificación respectiva de los cadáveres se deja a gusto del lector. Casi inmediata irrupción de los forenses. Dos cifras más en las estadísticas. Un chofer sano y salvo es sacado del automó(vil) por los agentes del orden. En otoño, la avenida de las Pasiones se llena de hojas pardas y marchitas y de boliches rojos como la sangre. En primer plano, de espaldas, un estudiante de Bellas Artes comienza un boceto...




2. Cuarzo


Soy uno de esos a-seres que se levanta religiosamente por las mañanas bien temprano. Hago mis ejercicios y tomo el desayuno. Me visto escrupulosamente y, dándole un casto beso a mi esposa, me dirijo al trabajo con los ojos protegidos por unos eficaces cristales de cuarzo, del polvo y todo tipo de inclemencias ambientales. Pero hay algo frente a lo que bien poco me sirven estos aliados de la higiene ocular: los pezones de la recepcionista. Ocurre que siempre están allí, en la puerta de acceso a la empresa donde laboro estoicamente desde hace años. Constituye mi deber dar los buenos días, y a nadie se le da los buenos días sin mirarle. Es esta una regla elemental de urbanidad. Ocurre que de cualquier lugar donde se pose la vista, el potencial gravitatorio de sus pezones (siempre pétreos y erguidos bajo la opacidad textil de la blusa, la contrablusa y los ajustadores) atenaza mis ojos y los obliga a claudicar, a dirigirse hacia el centro de sus senotes y allí quedarse, adhesivos complementos de sus glándulas mamatorias y esto, durante indescriptibles siglo-nutos que me retrasan injustificablemente. Cuando soy empujado hacia el ascensor (no tengo excusa ni posibilidad de volver a la calle), mis ojos, es decir, mi cabeza va rotando involuntariamente hasta que… ya no es posible distinguir nada desde mi oficina y pienso durante todo el día en que no me sería mejor ver sus pezones bajo una tela más fina; en que tal vez observarlos libres de todo envoltorio haría perder ese encanto, en virtud del cual son mis ojos sus rehenes. Y es que bajo un abrigo de lana me temo que serían igualmente distinguibles y quizás más prominentes, cuantificables, visibles, evidentes en su invisibilidad. Tal vez sean los poderes afrodisiacos del cuarzo…




3. De Caballos y Hombres I


Fue una noche de tantas. El Habana Libre no era todavía Guitart Habana Libre, las geishas del patio no eran tan profesionales y tener Dólares junto al carnet de identidad no dejaba de ser un riesgo. Esta es la historia de un técnico en el bello arte de la equitación, entiéndase bien, un técnico, no un vulgar palafrenero. Bueno, ésta promete ser la historia de dos técnicos y una noche. Una montura que se marcha en el primer avión de la mañana los ha invitado a tomar y no deja de ser un placer compartir con un napolitano de verdad (los conocedores suelen definirlos como la mejor raza solípeda). Cuando tres hombres se reúnen a tomar, sea aquí o en Cafernaum, por lo general, siempre los caminos de la conversación conducen a Roma. -"¡Ah, las putanas!" - dice Luciano (así se llama el anfitrión). Los otros ríen. Uno de ellos propone probar suerte. A esta hora, sólo ellas quedan revoloteando sobre las mesas El otro está de acuerdo. Luciano se abstiene. Mayoría. Cada uno se adjudica una nacionalidad, excepto Luciano que deviene un empedernido patriota. Al otro le corresponde el primer asalto a bayoneta; fracaso y momentánea retirada a las trincheras. Entonces le toca su turno.
Ella se acercó, acentuando el movimiento de ese "bello culo que tiene la ragazza". Reproducía en una voz casi inaudible la música que un trío, extremadamente mediocre, regateaba a los sobrevivientes de la noche. "Que se quede el infinito sin estrellas o que pierda el ancho mar su inmensidad." Saludó y era algo así como decir: "¿Qué hay, qué quieren, qué quieres?". El pretexto siempre a mano. Le extendió los cigarrillos more, mentolados, pero sobre todo extranjeros, para otearle los senos si se inclinaba a tomar y encender uno, como en efecto hizo. Maravillosa vista. "No sería tan inmensa mi tristeza como aquella de quedarme sin tu amor." Se le invitó a sentarse, "porque así no vas a crecer más". Risas condescendientes. Escruta en un paneo la mesa que se le ofrece. Acepta pero habla de una amiga a la que no puede abandonar porque ha… - "Traéla con vos" - dice el otro, repuesto desde la irrupción de la ragazza, caricaturizando el acento que le ha valido el mote de el Argentino, y cortando una explicación innecesaria. La muchacha se aleja y es entonces que Luciano se refiere a ese "bello culo que tiene la ragazza" y no al inicio del párrafo. Habla también (su castellano es perfecto) de la cristiana tradición que estigmatiza el oficio de las prostitutas como algo ajeno al divertimento, como si éstas (ellas) no pudiesen disfrutar también lo que hacen y sólo fuese una forma de escapar a las penurias económicas. - "Yo no sé si ésta lo disfrute, pero lo que sí se ve es que se trata de una novata" - dice el técnico que no ha atendido demasiado la disertación de Luciano y disfruta (demasiado) poder desplegar su conocimiento de la fauna. No deja, mientras habla, de mirar la forma torpe en que, manteniendo el equilibrio desde sus altos tacones, ella se acerca acompañada. - "Otra ronda para esta mesa". El camarero retira las latas vacías de cerveza Hatuey (el nombre rememora el del primer nativo que conoció de extranjeros en estos parajes de Dios). -"La otra sí que es toda una profesional" - dice, bajando la voz, pues ya se acercan. -"Por favor, no nos afane también esta pieza" - bromea el Argentino, y todos ríen. Las meretrices, que ya están junto a la mesa, elogian lo divertidos que están los señores. Instinto, puro instinto. El camarero coloca la nueva ronda y se producen las presentaciones de rigor. Después de algunos chistes y algunas preguntas sobre Italia, donde la amiga tiene una amiga a la que quiere mandarle una carta, sobre Argentina, donde tiene un amigo que hace poco le escribió, y sobre el otro país del que nunca había escuchado hablar, la conversación amenaza caer en un punto muerto, y Luciano habla de irse a otro lugar “más ...no sé...acogedor”. Puede ser la palabra pero, entre nosotros, vendría a ser más adecuado “barato”). Un ejemplo: el barcito del hotel donde están parando. Está claro que habla por los tres, se supone que se hospedan en el mismo hotelito. - "¿Vienen ustedes?" - Se miran entre ellas, y él no deja de mirar sus senos inmensos como globos de cumpleaños. Sólo un pequeño inconveniente. La otra debe esperar un poco antes de reunírseles, precisa despedirse de un amigo que trabaja en el hotel como músico. -"No es problema, yo las acompaño".- Él presume que ella no abandone a su compinche. Los otros dos se levantan para irse. -"Los esperamos allá" - dice Luciano. Unos minutos después, la amiga parte a cumplir su misión. -"No demoro nada" - sonríe y se aleja. Ella se queda mirando el cristal del hotel como si a su lado no estuviese nadie. Un cazador entrenado puede saber, sin embargo, que espera la rutina del asalto y, ante tamaña evidencia, no queda otra opción que calar la bayoneta en el fusil y lanzarse sobre ella, o tomar entre sus manos el tenedor y el cuchillo porque a su lado la putica está servida, con sus presumibles veinte o veintiún años, su poco tiempo de servicio en el fuego, y su belleza sencillamente "asquerosa". La cena exhala una bocanada de humo, que se interpone ante la boca que busca el otro oído y su complicidad. -"¿Cuánto vale un beso tuyo?" - los labios proponen y prosiguen falseando el acento. Lo mira, la boca fuerza una sonrisa. -"¿Un beso?, nada..."- y es como decir: "si todo fuera como eso"... Busca la lengua compañía de la otra que no se niega. Duelo a primera sangre. Ella vuelve a su cigarro, él a su existencia real. "¿Cómo es posible que pueda creerse el papelón que estoy haciendo?. Ni siquiera el acento está bien". Otra vez mirarla, y ella sin preguntar qué signo es él en el Zodiaco. Es entonces que los ojos se cruzan, como dos balas, como el eco distante de una canción. -"¿Y? "- pregunta ella. Quiere decir: "¿Por qué me mira usted de esa manera?", pero eso no lo dice tampoco. Él hace un comentario intrascendente sobre la amiga que aún demora y ella vuelve a colocar los ojos en el mismo punto indefinido del cristal. "No hay muchas opciones", piensa él el pensamiento de la puta. Ellas pueden entenderse de algún modo en una noche de tan pocas ofertas. Sus dedos comienzan a transgredir la barrera de la falda. Se vira entonces hacia él, se lanza sobre su boca y ahora estampa mordidas en los labios que humedece con saliva, escrupulosamente. Mordida libidinosa de animal joven. "¿Por qué tienes que ser tú?", silencia el hallazgo inútil. -"¿Por qué lo haces?" - pregunta, ocultando su gozo, cuando se libra de la presión de los dientes carniceros. - "Pensé que podía gustarte" - responde inocentemente, es decir, en un tono casi creíble. Es esto lo que amo de las putas: su vocación filantrópica, su servicio al prójimo y, digan ustedes lo que quieran, pero ¿qué sería de este pobre mundo sin su labor?. - "No lo dejes de hacer". - La respuesta es una orden, es un bálsamo que suaviza toda la escena. Ella recuesta la cabeza en su hombro y ahora es él quien hace flotar sus ojos en un punto indefinido, tal vez la puerta, por donde aparece sonriente la amiga que ya se encuentra lista para partir. Es entonces que pienso lo de la vocación filantrópica. Abandona el hotel. Ellas lo siguen pero demorándose un poco. Es sabido que las mujeres siempre tienen algo de qué hablar. Él no observa cuando la policía las detiene a la salida, pero allí está el agente del orden haciendo de las suyas, ejecutando su terapia preventiva sobre estas "damas del fuego". La disyuntiva era brutal: si seguía caminando como si nada ocurriese, después de haber sido visto por ellas mirando atrás (y esto no demoró en suceder)… - "¿qué extranjero lo haría?, ¿qué extranjero o qué persona normal - por favor, no discutamos lo que es una persona normal - abandona a su chica en semejante trance?" - Pero resulta que un ciudadano del país usurpando otra nacionalidad no es una persona normal, y es sabido que los uniformados no tienen demasiado sentido del humor. Debía regresar donde ellas, pero si lo hacía ¿qué pasaría si le pedían identificación? La voz no debe temblar bajo ninguna excusa. Intenta ponerse a la altura de las circunstancias. -"Oficial - tarde lamenta el tono de la voz - ellas vienen conmigo." El guardián lo mira de arriba a abajo con arrogancia. Tiene que haber estado loco, se duele, pero ya es tarde. La pregunta, más que posible, gravita como una espada de Damocles: "¿Y quién eres tú?". Siente que su estatura se equipara a la de un insecto. "¿Y quién eres tú?". Temor de perros amaestrados, temor del que se sabe al margen de la ley y puede ser descubierto. La pregunta no llega, no desborda, explosiva, la dentadura del agente. La puta ha dicho: "No pasa nada, es normal, en seguida vamos". No insiste. El guardián no deja de mirarlo pero lo deja escapar esta vez...."¿Quién sabe la próxima?"...Ellas llegan donde él las espera y tratan de hacerle comprensible una historia que él conoce de sobra. Entonces vuelve a la actuación, a comparar esta mierda con otra que ellas no conocen ni él tampoco. Le pide a la amiga que se adelante. Cortésmente le da un dólar para que vaya comprando chocolatines. - "Espérennos". - Un gesto de la mano y se despiden . Existe un parquecito en el camino hacia el otro hotel, muy poco alumbrado en ese entonces y todavía sin artesanos ni ferias. La lleva donde un banco asediado de sombras y de algún que otro trasnochado masturbador. Ella obedece porque el que paga, manda; y la impotencia sedimentada que habita en cada uno y en todos se libera en él, que ahora es un señor y no un compañero, como decía Guillén que se decía en español, un extranjero, un ser para el que toda la pesadez de la tierra es tan leve como el dinero y los pasajes, y para ella, un buen cliente. Esta puta, esta bellísima puta, que en la mañana de este día no se hubiera dignado mirarlo, ahora pretende demostrarle que, si bien no lo ama , si puede llegar a amarlo porque todo lo que él hace le "fascina". Ése es el término y no otro: le "fascina." Ella respira agitada mientras los dedos estropean el tibio sendero de su juntura. Va el sexo anclado en sus muslos, va el nadador que se sumerge en la busca. Las uñas de carmín intentan desgarrarlo, se aferran al cuello que la lengua recorre hasta la oreja. La mano de la hembra profana la bragueta. Los dedos del macho descubren preservativos. Cuando llegan a la mesa del barcito, la otra (y esto es típico) propone un brindis "por el amor". Dentro de unas horas es de día y Luciano se marchará y ellos deben hacerlo un poco antes, para evitar accidentes y, además, están las chicas, que nada saben. La otra propone una cita imposible mientras deglute un chocolate o alguna confitura parecida. Y para coronar el juego, ellos acceden y planifican el final de la broma levemente pesada, o sea, cuando las dos busconas pregunten mañana en la carpeta. La hija de puta, pero no puta, de la carpeta, que siempre detesta al que siendo como ella no está donde ella y acude a buscar información, dirá, en un tono muy circunspecto: "El señor Luciano Boltraffio se ha marchado en la mañana, y los otros señores por los que ustedes preguntan no han estado nunca hospedados en este hotel..." Una voz interrumpe sus pensamientos que inventan las horas por venir: "no creas que me gusta hacer esto…" - la voz es un susurro solamente destinado a su oreja. - "¿No te gusta qué? ¿Estar conmigo?" - procura fingirse asombrado. La otra ya está hablando, por suerte, de marcharse. - "No, no es eso, sino ser puta"... - Realmente tiene un aire con pretensiones de inocencia que pega duro. Pero él está inmune. Conoce todos los recovecos a los que puede querer llevarle con la historieta que esboza. Disfruta oírla, disfruta actuar este papel de confesionario que redime los pecados. Él no tiene esa suerte para sí. La historia es como tantas: una joven madre que tiene que hacer frente a una ingrata maternidad de soltera. Recordar al respecto a Luciano y su disertación. "Mi putica", se muere de ganas de decir pero se calla. Siempre hay un pero. Un pero este puerto de la Habana donde "eres una puta jugando a no querer serlo". Un pero este puerto de la Habana, que no es otra cosa que otro puerto putativo de este putesco mundo, donde otra puta juega a no serlo, y donde juegan las dos a ser amantes en una broma tan cruel como estos tiempos; y no hay absolución posible de una puta a otra. "Contame tu condena, decíme tu fracaso" - viene el tango, inevitable en el Argentino, a acompañar una historia que sus oídos ya no escuchan. Ella prosigue la actuación hasta que la otra habla ya de marcharse sin más demora y nadie se los impide. "Un beso mi amor, nos vemos mañana", y entonces vuelve a repetir las coordenadas de la cita como para que no se olviden. Él pone cara de atención, con un pretendido toque de pesadumbre por la historia que ella ha contado para conmoverlo, pero con un acentuadísimo optimismo porque mañana, de seguro, "nos vemos, mi amor". Ya casi alcanza a la otra en retirada. - "Definitivamente no es una profesional, pero qué culo, coño" - comenta a sus compinches. Desde donde ella está no puede oírlo. Entonces se vira (desde la puerta de salida) y, por última vez, le envía un beso.




4. De Caballos y Hombres II


-Perro caliente con papitas y refresco un dolar- Dice Rapiperro y sin papitas ni refresco son sólo 75 centavos - corrijo a Ernesto e insinúo que con los mismos 3 dólares podemos comprar 3 Rapiperros y obsequiarle un cuarto a algún necesitado. Quiero decir, al más necesitado de los tres (puedo ser yo). - En todas partes del mundo se les dice Hot Dogs - ya está Gabriel con una de las suyas. - Ah, perdon - digo yo - es que desde mi último viaje lo había olvidado - esto es una pesadez: ninguno de los tres ha salido del país. - No coman más pinga - corta el cuasi Argentino Ernesto, tomando su Rapiperro con papitas y refresco de la barra para dirigirse a una de las mesitas (el del necesitado será en otra ocasión). Gabriel toma lo suyo y yo, al hacerlo, le pago al sirviente. Notable malhumor en la cara de quien no(s) sirve. No pierdo tiempo en darle las gracias por su pésimo, habitual servicio. Cuando llego a la mesita, comentario al respecto y reacción de el Argentino que, desde los tramites en cierta embajada, se está convirtiendo al más estoico positivismo - No sé porqué siempre batis ese tango; esto podría ser peor. Por lo menos no hay que esperar más de la cuenta. - Sí - me limito a decir - depende de la cuenta… - En los Estados Unidos - otra vez Gabriel - si a los 18 minutos no te han comprado el producto, zas, a la basura... - Ya sé. Por eso es lo de "zas"...- Ernesto da muestras de su más fino humor. Los tres reímos a pesar de que la propaganda onomatopéyica zas se refiera a la hamburguesa y no al perro caliente.

¿Cómo va el fuego?- pregunto yo. Desde la historia de Gabriel haciendo de extranjero junto a nuestro Argentino no conozco otras hazañas. - Ahí. - esta palabra siempre se usa cuando uno no quiere embarrarse en un tema. - No hemos salido a trabajar juntos desde que se fue Luciano. - concluye Gabriel sentado sobre el muro y sin dejar de mirar el mar. -A mí minga de vesre. Macanudo. - dice Ernesto caminando junto a nosotros. Estos pequeños paseítos los da siempre cuando algo le emociona demasiado como para estarse quieto al contarlo. Ahora es el centro de atención, Gabriel ha dejado de mirar el mar, y yo también estoy sentado frente a él y lo observo. Entonces comienza - Conocí una alemana que...- hace un gesto intraducible. La gesticulación y las palabras que construye, destruye, reconstruye, extrapola constantemente, hacen que tanto yo como Gabriel, si no está en una de sus crisis, disfrutemos oírle sus epopeyas (porque otra cosa no son sus historias). La mina está en la Universidad. - ya está suelto otra vez el Argentino en que se convierte Ernesto no sólo en las noches de luna llena. - Yo creo que se vino por un curso o un algo parecido. Resulta que estaba siendo orientada por un negro, desorientada, centrifugada, mareada, acosada... - El clamor general obliga a Ernesto a seguir adelante en el relato - Este homúnculo, este androide afrocubano, se la estaba metiendo - esta es una frase digna de disección. Puede ser: introducirle el pene a la hembra como Dios manda o introducirse a la hembra, ya sea como un supositorio de nitroglicerina o feminizando la acción posesiva de la masculinidad - desde que se bajó del aeropuerto. Ustedes saben que esos tipos sí no zafan. Bueno, tá, berretinado la invito a un bailongo y me pregunta si puede llevar un amigo, y yo claro si, pero comienzo a desanimarme y luego pienso que no, que no va a ir. Pero resulta que la mina se aparece con el amiguo - este es uno de los chistes mejores de Ernesto: imita la voz gruesa de los negros, deformando la última sílaba como según él hacen estos cuando salen de cacería y la primera palabra que disparan sobre el turista (al que ni remotamente conocen como para que sea su amigo) es ésa. - Se pone a bailar sin él. De vez en cuando, yo la noto junandome, y por supuesto, yo la juno tambien. Del pie hasta el alma. ¿No podés imaginarla ? Empilchada con unos toscos tamangos, unos leones casi milicos y una remera pancarta con reggae de bacanazos. Estaba haciendo ¿sabés ? todo lo que podía por destruir su belleza pero ¿Quevachaché ?minga de eso, pelandruna. - Está claro - pienso sin Ernesto. Ya conozco esa cabeza. Una de esas mujeres con feminismo inyectado en vena y que se la pasan acusando a toda la propaganda occidental de sexista. - Tendrían que ver que clase de cuerpo que tiene ese "animal" - esto, aunque no lo parezca, es un halago de Ernesto. - Un pelo rubio Marlene Dietrich, ojos... azules - los tres puntos le sirven a Ernesto para, tomando aire, brindarle el dramatismo que desea al "azules" que pronuncia muequeando deliberadamente - Y una piel blanca, blanca, blanca…- Lo dice con los ojos muy abiertos y la voz como un espasmo. - Exquisita madam para dejarle marcas - lo dice, buscando comprometernos con el placer de sus aficiones, la voz que sesea y la mirada en el rabillo de alguno de sus ojos. - Después lo supe: tiene un Delfín tatuado en la esquena.. El negro se aparece, yo estoy viéndolo todo desde otro sitio del bailongo, a decirle que se van y la mina se pega a discutir con el loco, casi bronca le dá,que no se quiere ir y bueno, parece que él como que le dijo algo respecto a los vecinos. El era el que le había resuelto el alquiler más barato. Por ahí la convence. La mina me busca y se despide de mí. Pues claro, yo ya sé donde encontrarla. El negro, por supuesto, también se despide. Fue un placer. - Gabriel y yo reímos del gesto de asco con que Ernesto se reproduce en la escena, dándole la mano a su rival. - Por casualidad...- dicho por Ernesto en cierto tono, quiere decir ex profeso - me yiro por la Universidad dos días después, y allí estaba. Nos metemos a hablar una especie de “alemañol” y a discutir no sé qué cosa - éste es uno de los mejores puntos a favor de Ernesto, no teme discutir con los extranjeros mientras la mayoría de los técnicos se limitan a darles la razón en todo -La mina impresionadísima con el producto que le vendo. Terminamos en Coppelia, y como su casa estaba cerca... -Pasa una mujer vendiendo ron, le compramos una botella y Ernesto sigue - Bueno, la casa de ella estaba cerca y allí seguimos parlando un poco más, hasta que templar se impuso. ¿Qué más había que hacer? Echar un polvo ! Estas mujeres, bróder, si van al grano. - por suerte Ernesto todavía no dice che. - La historia es que me vengo y la mina no.- este tipo de declaraciones siempre acá van acompañadas de una especie de explicación - Sí, se había excitado y disfrutado pero hasta ahi, más nada y lo asombroso era que no formase ninguna histeria sino que se abrazara a mí muy fuerte.- Me imagino que a la alemana de Ernesto lo que más le preocupase fuera tener a un representante de la humanidad junto a su cuerpo. - Yo estaba satisfecho pero aquello me yiraba en la testa y ya no puedo más y le pregunto. Entonces me batió que aquello no era imprescindible, que ella podía venirse cuando quisiera, que con su amiguo sólo se había venido dos veces. Imaginarme al negro no mucho más afortunado fue un alivio, les juro. Me dio muchísima gracia pensar al falocratico amiguo desayunandose el porcentaje... - Ernesto no se detiene en su cuento - Según ella, sobre una moto era como mejor podía ocurrirle, es decir, abrazada a la espalda de un tipo o de otra - sonríe. - Me hirvió el mate como pá cebadura. Rechiflao de imaginarlas Pibas de Safo y yo amarrado… - Gabriel y yo sonreímos comprensivos, mientras Ernesto regresa de la escena subliminal con doncellas de lesbos y se justifica con el sentido común - ¿Dónde carajo iba yo a conseguir una moto? No tenía más remedio que intentarlo de nuevo y esto no era precisamente un "sacrificio". Me batió de su novio, de quien estaba enamorada. Otro alemán como ella. En vez de venirse al Caribe se había ido a Nueva Guinea o un lugar por el estilo. Me leyó, me tradujo, las cartas del loco y yo la mar de divertido con lo que contaba de indígenas y aire puro. A ella como que le gustó que yo no me molestara, como el negro, porque me hablase de él. Pues claro me molestaba, pero ¿quevachaché? Igual me calentaba la idea de estar ahora, sin pilcha, junto a su grela y él allá, en Nueva Guinea, respirando a pleno pulmón con los indígenas. Entonces se calentó y no hizo falta la moto - Ernesto ríe como un niño cuando llega a estos detalles - Movía su pelvis de una forma tan brutal sobre la mía que casi la erosiona. La vi venirse y me volvió esta alma que tengo al cuerpo. Cuando acabamos, se quedó sobre mí, echada un rato sin hablar los dos. Entonces me batió, con ese español que no tolera acentos, ni jota, ni ese, ni erre: "Ah, yo no puedo hacer esto más porque me voy a morir..." - Los tres reímos de la pronunciación de la alemana, es decir, de la interpretación de Ernesto. Estos ejemplos de sexualidad comparada son muy ilustrativos. Yo intentaba leer entre líneas lo que Ernesto me contaba. Cuando ella hablaba de "no hacer esto más" se refería, no a venirse, sino a la obsesión por llegar a venirse que es común donde falta la nieve. Control del donante de esperma, hasta que haya tenido uno, la hembra, y si es posible, más orgasmos. Sólo entonces deja de preocupar un algo, un resto y puede el cuerpo entregarse al placer de si mismo, servidor hasta ese instante del placer compañero. Disfrute que destila al propiciar placer al prójimo. Quien no pueda hacer esto, está mal en la cultura. Esto enseña el consenso y el deseo de las mujeres, esfinges que se apaciguan sólo mediante ofrendas propiciatorias, tiernas ligaduras y cariciosas modelando una imagen que destruyen estas hembras con hambre de hombre, desconocidas hembras amigas que, liberadas de la obsesión de que el macho les haga venirse, podrán disfrutar de otros detalles del sexo. Igual se perderán otros tantos. ¿Qué explica el desastre o el éxito en cada apareamiento de prójimos no próximos? Ernesto sigue extasiado en los detalles y yo fuera, yo hablando con ustedes el relato de su relato. ¿Somos así todos los hijos del calor? ¿Serán así todas las hijas del frío? Está claro que uno habla siempre por la gente que conoce y esto no deja de ser una variación sobre un viejo tema. ¿Seguir recurriendo a estereotipos? Me temo, debo decirlo, que no haya más remedio, porque el mismo lenguaje no deja de serlo. Bueno, volvamos a Ernesto. Resulta que se hizo consuetudinario en la barra de la alemana, y sucedió lo que tenía que suceder, cuando dos tipos están con la misma alemana sin ponerse de acuerdo…
- Estábamos los dos encurdelados, yo en cueros y ella vestida, cuando mirá, se aparece el afrikaner cabrero, “pucho en la oreja”, encurdelado también y a darme golpes, le pica la biarasa no bien entra por la puerta. Yo a reírme del otario porque, total, estaba con-templandome a la mina que él creía que era suya. Yo sabía que con él sólo se había venido dos míseras veces. - no olvida las cifras - Modestamente, mi cuenta a esas alturas iba para mejor, muchísimo mejor. - Luce perfecto Ernesto en esta pose, en este monumento que a sí mismo se erige como semental de lujo. Bueno, la tipa no es de ninguno de los dos, sino de un tercero que está en Nueva Guinea. Total, la tipa no es de ninguno de los tres, porque este tipo de mujeres son pavorosamente libres. Vuelvo a Ernesto, y entonces la alemana le cayó encima al intruso para golpearlo. No lo hacía, y esto Ernesto se lo calla, por defenderlo a él, sino, fundamentalmente, porque el imbécil recién llegado se creía en la potestad de irrumpir en su espacio privado y a golpes, conmovedoramente ingenuos, decir: "Yo soy el macho de esta hembra". - y yo alternando risa y biarasa lo cojo por los drelos y le doy y ella le da y en ese cuadro de boxeo sobre catrera, él tratando de pegarme sin tocarla, muy encurdelados los tres como para manejar aquello con eficacia… - Llega entonces la mujer del alquiler, que no tiene licencia y trata de manejarlo todo como para que Ernesto se marche (condición del arreglo), o sea, que no regrese más. - Por supuesto el tipo es quien le consigue los clientes. Ella no acepta y el negro a esa hora, tratando de mantener algo de sus conquistas pasadas, se pone bien patético y a mi no dejó de darme su poco de pena. A fin de cuentas me la llevaba, dejandole, pobre negro, en la más negra miseria. Resquequia in pace - La alemana, estaba claro, no iba a permitir que la dueña pretendiese obligarla a más condiciones que las estipuladas por el precio que ya le pagaba. - En fin, - la voz de Ernesto va aterrizando - esa noche le manyé otro alquiler y desde entonces hasta ahora… - Ernesto queda un momento en silencio, y después pesa cada palabra - A veces me gustaría vivir con una mina así, pero otras veces...- Otras veces no, nunca. Una mujer así es una mierda. - A Gabriel todo lo que huela a liberación femenina (el menor indicio de que una mujer pueda decidir por sí misma), le sabe a lesbianismo, y el lesbianismo le sabe muy mal...- Ah, lo mejor, lo mejor... - interrumpe Ernesto a Gabriel, sin haberse tomado el trabajo de escucharlo. - El otro día quise cogerla por detrás y resulta que tengo aquel portento rubio delante de mí, en cuatro patas, supuestamente como siempre, desde la espalda hasta su vagina, pero mi mala cabeza, mi mala cabeza... - Ernesto es el gesto que hace, aguantándosela como si le doliera. - Me entré a lamérselo, y está de más, bróder, decir que tiene un orto apocalípticamente hermoso, un ojo-cíclope en el centro - como todos los culos, me digo yo, exasperado por los floripondios de Ernesto. - un colorcito pardo no demasiado intenso y coqueteando con un rosa hemorroides degradado. Yo le pongo eso ahí y comienzo a hacer presión. ¿Qué creen que pasa?. - No tengo la menor idea - dice Gabriel. Yo trato de adivinar. Apoteosis de Ernesto - Pues la mina se me vira, es decir, sin abandonar su posición cuadrupedante, me manya, con esos bellísimos y de remanye ojos azules que tiene, me bate sin engrupirse: "¿Ah, que tú quieres Ernesto, cogerme el culo?"... - Imposible de contener la carcajada ante la ausencia militante de ese cortejo amoroso que acompaña la promesa de un ano afrodisiaco. Preliminar en la que el macho le asegura a la hembra que su irrupción no habrá de doler y ella riposta que sí, y él garantiza otra vez que no y ella otra vez que sí. Es posible una variante donde la simulación sea la carta principal y donde no se diga nada, para que ella no se histerice, o poetizando: "para que no se pierda la magia". Pensar que una dama pueda hacer una pregunta de este tipo, rompe todo el equilibrio del juego, o crea un nuevo equilibrio. Se pierde esa intimísima paradoja en que ella disfruta siempre pedirte que lo hagas más suave (con esa inflexión de la voz que sólo las mujeres saben dar), aún a sabiendas de que no lo vas a hacer más suave, sino, que al contrario, es posible que te arrojes con más fuerza sobre sus nalgas y con toda la ira de tu pelvis atornilles su esfínter a tu verga. -¿Qué respondiste tú? - vuelve Gabriel al papel de agente precipitador para Ernesto. -¿Y qué le iba a decir? Que sí. ¿Qué más podía responderle? Y entonces, entonces ella me bate sólo esto: "Ah, bien". Retorna el coco a su postura original. - Algo más suave que una risa se deslizó por los labios de los tres. Gabriel movía la cabeza de un lado a otro. El Argentino bostezaba ante el auditorio que comenzó a revelar, esporádicamente, algún que otro ejercicio del habla. Tal vez Gabriel contó algún chiste y yo callaba sin dejar de pensar esa mujer de ojos azules, a quien lo único que le importaba saber, en el momento en que le iban a coger el culo, era qué le iban a coger; para poder decidir si estaba o no de acuerdo. En teoría, y esto antes lo hubiera defendido yo a capa y espada, ése es el tipo de mujer que un tipo como yo desea. Yo no sé si será posible zafarse del gusto patológico de esa otra, la más ortodoxa Eva, que entrega su voluntad en tus manos, resistiéndose un poco pero al final cediendo. ¿Y no será, pongamos, esta herética doncella la misma mujer original pero empeñada en obligarnos a cada vez más por someterla?. ¿Y no será todo esto, acaso, un dilema falso?.
La botella llegaba a su fin y Ernesto tenía que irse a “laburar” temprano (o sea, a verse con la alemana). Gabriel y yo estuvimos hablando de algunas banalidades: de amigos y amigas que se han casado con extranjeros y se han marchado, de amigos y amigas que no se han casado con nadie pero igual se han marchado, de lo difícil que resulta mantener una relación con alguien de tu propio país, del mismo viciado referente insular de cada día y cada noche, hasta que el sueño comenzó a mostrar sus primeros síntomas. Entonces nos despedimos y después de ser escoltado, al salir de Malecón, por un amiguo desconocido, de esos que te acompañan una cuadra o casi, preguntándote, adivinando de qué país puedas ser, sin imaginarte un coterráneo hasta que le enseñas tu carnet de identidad para ahuyentarlo; y después de un dilatado viaje en ómnibus donde proseguí monologando con mis entrañas sobre el idioma tan retórico y ambiguo que hablamos y las posibilidades de ese otro, extranjero y preciso idioma, y esa otra gente, tan estupendamente literal como el idioma que hablan y una cogida de culo, llegué a la casa y dormí un largo sueño, felizmente intranquilo.
La botella llegaba a su fin y Ernesto tenía que irse a “laburar” temprano (o sea, a verse con la alemana). Gabriel y yo estuvimos hablando de algunas banalidades: de amigos y amigas que se han casado con extranjeros y se han marchado, de amigos y amigas que no se han casado con nadie pero igual se han marchado, de lo difícil que resulta mantener una relación con alguien de tu propio país, del mismo viciado referente insular de cada día y cada noche, hasta que el sueño comenzó a mostrar sus primeros síntomas. Entonces nos despedimos y después de ser escoltado, al salir de Malecón, por un amiguo desconocido, de esos que te acompañan una cuadra o casi, preguntándote, adivinando de qué país puedas ser, sin imaginarte un coterráneo hasta que le enseñas tu carnet de identidad para ahuyentarlo; y después de un dilatado viaje en ómnibus donde proseguí monologando con mis entrañas sobre el idioma tan retórico y ambiguo que hablamos y las posibilidades de ese otro, extranjero y preciso idioma, y esa otra gente, tan estupendamente literal como el idioma que hablan y una cogida de culo, llegué a la casa y dormí un largo sueño, felizmente intranquilo.





5. De Caballos y Hombres III


Alta como la estatura de un padre se yergue la puerta. Se trata de uno de esos sueños recurrentes que vuelven y revuelven la cabeza de los niños. Los niños crecen y no hay remedio.

Tenía entonces esa edad que no rebasa la decena, el cabello surcado por una raya escrupulosa y los ojos sin ningún aditamento corrector. Podía ver, venciendo la opacidad del ladrillo, a su familia reunida y ajena a sus ruegos. Quería volver a ser entre ellos. Que le abriesen, pedía, sin ningún resultado. Desesperado se volteó entonces y vio alrededor solamente oscuridad. La vio avanzar sobre sí como cuando las luces se retiran de escena. La puerta, aislada en su hiriente luminosidad, quedaba como un último reducto a que aferrarse. Cuando volvió a invocar sus coordenadas, con la voz de los ojos, la puerta ya no estaba. No había puerta, no había pared ni ladrillos traslúcidos. Mucho menos familia. Acababa de ser despedido de la armonía universal a la que por naturaleza pertenecía. Entonces, un terror pánico se hizo dueño de su sangre. Una sombra se erguía frente a él. Echó a correr sin más objetivo que escapar de aquello. Corría y el paisaje cambiaba más veloz que sus piernas. Su huida no tenía sentido pero tampoco alternativa. Las fuerzas comenzaron a ceder. Ya se acercaba la adversidad ineludible. Se inclinaba sobre él para atraparlo y entonces despertó.

Son esas imágenes devenidas, en la cultura que vivimos, patrimonio común. Existe en el hogar un sitio destinado al niño. Sobre la cama se encuentra inclinada una madre que intenta sonreír. Ha acudido a desterrar las secuelas de una presunta pesadilla. Con la palma de la mano va secando el sudor en la frente de su hijo. Detenemos nuestros ojos en los ojos que buscan a los ojos recién abiertos. Comprensión infinita de las madres. "Ya pasó. Duerme mi bebé, duerme que todavía no es de día".

Pero volvamos a los ojos que arañaban la puerta y ahora escrutan el rostro materno. ¿Cómo explicar? Este rostro es idéntico al del sueño y sólo parecido al que vimos antes de dormir. Fue entonces cuando empezó el silencio, cuando perdió eficacia la palabra. Soñar no tiene cura. Al principio Dios era su padre y todo giraba en una armonía perfecta. Existe una añoranza inclaudicable por fundir el Todo y el Uno y si el Uno ha sido engendrado en esa comunión no se puede prescindir, aunque el retorno se sepa imposible, de semejante ingrediente para una dieta de punzante inconformidad. No interesa cómo el nombre del Padre fue Saturno, simplemente pasó y el amor fue odio, y la unión escisión, la gratitud rencor, y él, uno más entre tantos bebés del Esposo de la Tierra.

Sucedió uno de esos días, oscureciendo, en que Dios sabe qué se celebra pero algo se celebra y el Malecón es un bullicio de multitudes. Hay un turista que paga la bebida y su puta. Esta puta tiene dos primas. Tres primas y todas putas, que casualmente tienen una casa disponible. Dos técnicos que pueden entretener amablemente a las dos primas que el que lo paga todo no quiso consumir. Siempre existe un buen amigo del más allá que comparte su mesa con uno. Uno de ellos el Argentino, desmontado de su alemana, desempleado. El otro eres Tú, besando esta mujer que hace tres horas no conocías. Su boca es grande y su lengua afilada. Te succiona entre las piernas, aspiradora tropical algo rústica. Los incisivos resultan especialmente grandes. Para de hacerlo entonces y te mira. No se deja bajar el pantalón cuando lo intentas. Se sienta otra vez sobre tus piernas y cabalga tu miembro sin que sientas, sin que puedas sentir, su piel. Deben correr los dólares para que el blanco transcurra, para que emerja de las profundidades, para que sangre. El alcohol crea nuevas relaciones en la visión del espacio. El Argentino deja de besarse con la puta que le ha tocado. Sabes que ocurre lo mismo del otro lado, que estas si no son ningunas aprendices y que han de continuar exprimiendo el sexo androide, como si se tratase de las ubres de una vaca, hasta que ya no puedan más y suelten el dinero que, ellas suponen, tienen. Propones un intercambio y "el argentino" acepta. La que te toca ahora tiene mejores tetas. Es una casa como la de tu infancia. La mente está muy lejos ahora y se aventura en analogías. Un cuadrado perfecto de cuatro metros. La puta ha dejado de menearse, aburrida. Barbacoa de cartón tabla. Una cama cruje y no cesan los gemidos. La prima de estas dos sí va a salir contenta. Por lo menos pagada. Miras al Argentino, que ni siquiera en estos momentos (en el sinsentido que le dicta su ebriedad) deja el dejo de los porteños a un lado. Un poco más de alcohol. Riendo lo invitas a reírse, pero él ya no puede más y su cuerpo cae, pesado, sobre el sofá. La mujer que todavía está sentada sobre tus piernas, parece impaciente. La de arriba experimenta o finge un infinito orgasmo. Esta mujer, que ya no agrede tu pelvis, tiene un olor francamente desagradable en la nuca, olor de perfume paupérrimo y barato. No puedes besarla de puro asco que sientes y por suerte se levanta. Arriba, los ruidos han cesado. El otro no vuelve en sí. Ves que dialogan como en el fútbol. No intentas nada cuando salen un momento, "enseguida volvemos", y sabes que no van a hacerlo. Te sobresaltas. ¿Habrán ido a buscar al chulo?. Pero al momento te calmas. Sólo han perdido un poco de tiempo con ustedes. Todavía queda más en la botella. Arriba reinician los ejercicios corporales. Una puerta se abre y aparece un raro sujeto que enciende una luz. No articula palabras sino señas. Un cabrón mudo, sí, un cabrón mudo. Te pregunta si ya lo hiciste. Parece querer expresar algo así como "Todo va bien", que te sientas como en casa. ¡Como en casa, Dios mío, como en casa!. Se tiende en un rincón y duerme semejando un perrito, hasta que dejas de mirarlo. El Argentino levanta la cabeza, debe estar buscando el sexo prometido, pero el alcohol lo derriba definitivamente antes de que pueda preguntarte algo y entonces vas al baño.

Es tu imagen la que está en el espejo del lavabo, es tu falo el que tu mano manipula, son tus dedos los que asumen la faena de extirpar el fluido. Placentera bonanza que el asco va suplantando y el asco es el deseo. Deseo desesperado de dormir lejos del mudo, lejos del Argentino y de los ruidos de arriba. Deseo duplicado de dormir lejos de ti. Deseo que no contempla las putas estofadas y estafadas. Deseo de vomitar tanta bebida sin tragar y sobrante. Deseo de dormir definitivamente, a salvo de este mugriento cuarto de ciudadela.

No se preocupó por cerrar la puerta. Apagó, eso sí, la luz y todo el paisaje sucumbió en las tinieblas. Descendió las escaleras. El licor propiciaba que alargase, más de lo debido, los trancos que salvaban el pavimento. Nadie lo miraba. El callejón estaba, se puede decir, desierto. Un liquido viscoso casi lo hace caer, pero logró evitarlo. Caminaba, sumergiendo los zapatos en los charcos, como Cristo apareciendo sobre el mar de Galilea. Pero lo único que él tenía para brindar a los hombres era esta voluntad de purificarse de la mierda omnipresente, era esta voluntad de purgarse de todos y de él mismo. Los leones del Prado lo saludaban, entonando alabanzas a su empeño de Supermán desvelado. Pero allí y justo allí, y hasta ese Malecón que liberaba la ciudad de las olas, comenzaba el reino de los Otros, de los hombres enemigos. Fue entonces que comprendió la génesis del ruido que atenazaba sus orejas. Avanzó hacia ellos e irrumpió entre sus filas. Al principio, desconcertados, no pudieron brindarle una defensa eficaz pero algo o alguien puso la kriptonita entre sus miembros y el viraje, inevitable, se produjo. No podía enfrentar la simplicidad de semejante alegría, de tanta humanidad gozoza y entregada al placer con tanto fervor. Desde el estrado se organizaba la resistencia y las bajas causadas eran muy pronto reparadas sin dejar huella. Sólo él comenzaba a experimentar un cansancio infinito, un cansancio más profundo que toda tristeza. Sintió unos brazos que lo asían y no le sentó mal ese contacto, beatíficamente reconciliador, sino al contrario. No pudo hacer otra cosa que empezar a sonreír, estallar en carcajadas mientras movía los brazos, la cabeza y el torso, en un delirio pleno. Volvía a ser Uno en el Todo. La vista iba en las luces que se apagaban y se encendían desde lo alto. No eran estrellas ni astros. Eran luces rojas, amarillas, azules, y de cualquier color que se les ocurra. La música cesó de pronto pero todos lo ignoraban. Todos menos él, que dejó de moverse y esperó.

Un ángel bajando desde la oscuridad del cielo. Allí, en los cuatro puntos cardinales, luces blancas, como no las produce ningún reflector, confluían sobre él. El ángel tomó un violín del interior de la inmensa sábana que era toda su ropa, y comenzó a tocar una triste melodía. Aquellos que, movidos por una fuerza misteriosa, habían hecho lugar para que aquel se posase, no podían oírlo, no podían verlo. No interrumpieron el movimiento frenético de sus cuerpos. Menos lo hicieron cuando la música del ángel dejó de apagar la otra. Cuando aquel se hubo marchado y la música motor de los cuerpos invadió sus oídos, Gabriel se supo perdido.

Huir era difícil. Atravesar la barrera que imponía tanta multitud lo dejó exhausto. Cuando llegó a su casa no tardó en otros quehaceres que lo demorasen en su deseo de llegar al baño de una vez. Tomó el jabón entre sus manos y comenzó a frotarlo sobre su cuerpo. El agua de la ducha, cayendo sobre él a presión, le iba arrancando parte a parte la piel humedecida. Siente que no hay dolor en anularse. Vendimia de pulcritud. La poceta va anegándose de espuma, de breves, irreconocibles casi, fragmentos de un líquido púrpura. Las manos prosiguen su tarea. Ya pierde los ojos y la boca. La sonrisa se evapora en una pompa. La carne es roja como los glóbulos, y es tributo que se pierde entre azulejos. Los huesos se desgajan entre tajos de jabón y el chorro es un incontenible manantial que no cesa. Desfile de agua, de espuma y de sangre que transita hacia el tragante, hacia su lengua y sus colmillos, hacia sus tripas que te abrazan como sólo lo hace un Padre.




6. Rosado-excreta


El bueno de la película se decidió a declararle, de una vez y por todas, su buen amor a la muchacha. Ella lo escuchó, indudablemente triste por el hecho. Se lamentó de no poder amarle. Además, su corazón, le aseguró, pertenecía por entero al villano. Adoraba su gratísima caricia y más que todo su mala, tan buena forma de tratarle. “No obstante - dijo - podemos ser amigos”. Él vaciló en estrechar la mano que se alargaba en busca de la suya, pero al final accedió. Por lo menos era algo y tal vez con el tiempo… pero ni él mismo creía en semejante, en tan absurda, en tan apócrifa esperanza. Como resulta lógico suponer, la muchacha y el villano fueron muy felices. Estaban hechos el uno para el otro. El bueno, por su parte, estuvo un tiempo analizando la falsedad del mundo. Todas sus conclusiones de aquella etapa rosado-excreta las cerraba una blasfemia. Posteriormente, sin embargo, decidió que todo podía seguir tal como estaba. A fin de cuentas el villano no era tan villano, además era su amigo. La muchacha no era tan imprescindible como supuso en un inicio. Le reprochaba ciertos rasgos del carácter que descubrió, molesto. “Nadie tiene derecho a decidir sobre la vida ajena” - reflexionó. Él no era tan bueno en realidad y tampoco era una película la trama que entonces se agotaba.



7. Metamorfosis del Otro


Cuando el insecto se despertó una mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre una cama, que evidentemente no era la suya (su cama hasta entonces había sido todo aquello sobre lo que pudiera tenderse), convertido en un bello ejemplar humano. Estaba tumbado sobre su espalda, y al levantar un poco la cabeza (un largo cuello comunicaba su cabeza y el tronco), pudo ver el triángulo que formaban sus tetillas y el ombligo, un poco más abajo del cual la colcha apenas podía mantenerse, a punto ya de resbalar al suelo. Para estupor suyo pudo identificar cuatro patas en su cuerpo, que yacían inermes e irreconocibles ante sus ojos.
“¿Qué me ha ocurrido?” - pensó No era un sueño. Aquella habitación por cuyos inmensos espacios siempre se había desplazado, ahora le resultaba pequeña. Encima de la mesa se encontraban algunos libros en perfecto desorden, junto a los cuales, el que siempre descansaba sobre la cama y que milagrosamente no había irrumpido todavía, acostumbraba a estar doblado como un disciplinante. Sobre la mesa colgaba aquel cuadro con un bonito marco dorado, representando a un hombre de pómulos estrechos, labios finos y pelo bifurcándose desde la cima del cráneo hasta las grandes orejas. La mirada del ex-insecto se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso, que podía detectar aún sin sus antenas, le puso en extremo melancólico. “¿Qué pasaría - pensó - si durmiese un poco más y olvidase todos estos delirios?.” Pero esto fue algo imposible, porque del otro lado de la puerta (que estaba a la cabecera de la cama), comenzaban a sentirse ruidos humanos. Fuera sueño o no (el sueño no dejaba de volver a su cabeza como la explicación más convincente), debía esconderse ahora antes de que lo descubrieran y todo terminase mal. Entonces notó que la puerta se hallaba cerrada por dentro y lo entendió todo de una vez. Él y no otro era el humano que dormía y despertaba habitualmente donde él estaba ahora. Recordó haber caído al abismo que terminaba en esta superficie durante un paseo nocturno por las vigas y el polvo del techo. En este punto se oyeron unos discretos toques en la puerta y una voz: “Gregorio, hijo mío - dijo aquella y esperó unos segundos antes de proseguir -¿Quieres que te traiga el desayuno a la cama?”. Sintió un repentino dolor en la mandíbula. Emitió un sonido involuntario al desentumecerla y ella pudo oír la respuesta que esperaba. Podía ser percibida, además, otra voz más gruesa, que blasfemaba de los jóvenes de ahora y elogiaba los valores de la más rigurosa de las disciplinas, en detrimento de la apatía y otras “modernidades”. Cuando la dulce voz abandonó el diálogo que sostuvo con la otra y desapareció, ésta no tardó en desaparecer del mismo modo. Gregorio sintió el sonido de los tacones alejándose y golpeando pesadamente el piso. Se levantó por fin, como quien obedece a un impulso interior, auxiliándose para esto de los codos. Supo que debía dejar la puerta entornada. Lo hizo y regresó donde las sábanas. Cuando la madre introdujo a través de la abertura primero la cabeza y una sonrisa, luego todo su cuerpo y la bandeja, Gregorio tenía, acostado sobre la cama,  esa postura que ella pudo identificar como paradigma de la tranquilidad. Llevó a sus labios la taza, que sorbió ávidamente. Después los masticables que permitieron a Gregorio dar ejercicio a la mandíbula. Ella no dejó de reprocharle algunos modales que nunca, dijo, le había enseñado. Pero esto no trascendió más y ella se limitó a mover la cabeza en sentido horizontal, iluminado su rostro por un gesto de infinita comprensión. Luego, ante lo que ella interpretó como el placer de Gregorio en deglutir (y no dejaba de serlo), sobrevino una glosa de sí misma como artista culinaria, mientras invadía su mejilla y la apretaba con toda la presión de sus amantísimos dedos. Gregorio quiso expresar su desaprobación pero de inmediato ya carecía de sentido. Ella lo había dejado de hacer, de súbito, tal y como había empezado a hacerlo, y recostada sobre la cabecera de la cama, lo miraba ahora con aire meditabundo. “Tu padre está preocupadísimo por lo mucho que duermes. - dijo entonces - Según él ya estás muy crecidito y no deja de culparme por lo tanto que te mimo.” - sonrió, antes de empezar a darle ánimos para que buscase un trabajo, a pesar de lo cómodo que hasta ahora les iba con el seguro de desempleo. Volvió a sonreír antes de recordarle también que él era lo único que les quedaba desde que su hermana (que hubiera llegado a ser una brillante violinista de haber vivido más), había desaparecido prematuramente. En esta parte siempre los ojos se le aguaban, pero en seguida se reponía y dándole unas cariñosas palmaditas en el muslo no tardaba en comenzar a reprocharle que no se acercase más a su padre. Aquel lo necesitaba tanto como ella y, a pesar de su carácter, era un hombre muy noble. Ya estaba en la posición donde se dice que “no hay nada como la familia”, cuando sonó el teléfono y Gregorio quedó un rato solo. Al reaparecer la madre pudo enterarse de que unos amigos pasarían a buscarle apenas anocheciera para ir al lugar que él sabría, según dijeron. Poco a poco fue adentrándose en el personaje que el destino le deparaba interpretar. Claro, no dejaba de haber momentos difíciles. El más traumático de todos fue reconocer como figura paterna a aquel humano entrado en libras y en años que regresó alrededor del mediodía de Dios sabe dónde, y que durante tanto tiempo se había dedicado a perseguir las insensatas correrías de su pasado. Tuvo ganas de salir huyendo apenas lo vio, pero se contuvo y el viejo no reconoció sino a su hijo. La madre depositaba en este hombre, que ahora Gregorio tenía ante sí, la realización del “trabajo sucio”. Para el ex-insecto esto no era nada nuevo. Fuera de los padres de Gregorio no había qué temer. Respecto a su desaparecido tocayo, no lo recordaba como alguien especialmente pernicioso. A la madre le asustaba el pretérito insospechable de este Gregorio, le provocaba un temor irracional como a casi todas las mujeres y a muchos más hombres de los que pudiera creerse. “Los insectos - decía - son los bichos más repulsivos que existen. Me dan tremendo asco. Suerte que tu padre tiene pasión y habilidad para matarlos, porque si no...” y era cierto. Gregorio lo recordaba y no tardaría en verlo otra vez, obligando a la fuga a sus ¿semejantes? en el momento más impredecible. Esas “viles criaturas”, había escuchado el viejo por el noticiero, podrían sobrevivirle en caso de una eventual guerra atómica. Sin lugar a dudas se trataba de un verdugo. Procuraba un martirologio abundante y no dejaba de sentirse (ni de ser) todo un benefactor de la humanidad, contemplando, en cualquier lugar donde actuaba, aquella (obra suya) estela de dolor y renunciamiento. Era él y no otro el más terrible de los controles biológicos que actuaban sobre la especie, es decir, su ex-especie. Las incrustaciones, las colosales y demoledoras incrustaciones de que hacía partícipes involuntarios a los congéneres que Gregorio todavía alcanzaba a reconocer ocasionalmente, y con las cuales adornaba cualquier superficie, le hacían acreedor al rango de artista y a cualquier medalla también que al respecto hubiera podido crearse. Para Gregorio, la repulsa que tales hechos pudieran producirle fue diluyéndose en la inmunidad de su existencia cada vez menos ambivalente, cada vez más humana. Dentro de esta nueva vida un punto decisivo fue la lástima que fueron despertando en su alma las ternuras no correspondidas que aquel par de viejitos, adorables e insecticidas, no dejaban de propinarle. Él era para ellos el más genuino producto y razón de aquella unión antediluviana. ¿Por qué no corresponderles entonces, un poco al menos?. Una tarde fue llamado a la habitación paterna y se vio de pronto sirviendo de maniquí a un traje que el viejo utilizara durante sus bodas. Una vez que estuvo la corbata lo suficientemente bien estirada, los botones del saco correctamente abrochados y el pliegue del pantalón totalmente definido, el viejo retiró un poco su corpulenta anatomía, un poco más la cabeza y sin quitarle un solo momento la vista de encima, le dijo complacido: “eres mi vivo retrato”. Le sonrió mientras sus manos buscaban los hombros de Gregorio, asiéndolos sin permitirle escapar, para lanzarse, después de un breve instante de ceremonia, a un abrazo que despacio se avino entre los dos. Gregorio supo entonces que debía levantar los brazos hasta la espalda del otro y apretarlo tan fuerte como sentía que aquel lo hacía . Era esto el “sentido común” y no otra cosa. Por la noche del primer día los amigos lo llevaron por una ciudad que conocía de otro modo. Evadiendo los basureros (fuente de tantos recuerdos), su vista desvarió entre los senderos que dibujaba el neón en cada lumínico. Se apuró cuando el paso de los demás así lo indicaba, se hizo lento su paso cuando así lo hizo el de aquellos. No intentó para nada oponerse al eco que se apropiaba de su garganta. La recompensa bien podía ser lo grata que resultaba a los demás su compañía. Lo ayudaban a no tener complicaciones, el ansia de estos por oírse a sí mismos y el retraimiento que siempre le habían atribuido (casualmente) al Gregorio que él actuaba. Vio salir eufórico al primer compinche que entró y fue lo más normal del mundo que entrase él también. La mujer que le tocó en suerte se comportó de un modo profesional. No hizo preguntas, no habló casi y se limitó a activar sus resortes de animalidad inextinguidos. Hábilmente tuvo la iniciativa de tomar su paga mientras él reposaba su primer orgasmo humano. Cuando al palparse los bolsillos, vacíos al salir, dejó ver su asombro y notó el estupor que con el mismo causaba, logró salir airoso trocándolo todo en broma. En la próxima (y siempre hay una próxima) fue ya su soberana voluntad quien alargó el justo precio del placer. El episodio fue en extremo revelador. Los padres habían criado a Gregorio (tal era el pasado que había heredado, que ya sentía como suyo, y al que no pensaba renunciar), lo habían comprometido con su visión de las cosas, y siendo ya un producto de la misma, le tocaba a él representarlos ante los otros, alimentarlos y brindarles protección en su ya palpable ancianidad, pagando de esa forma los incontables sacrificios de su niñez, o la del otro. Por supuesto, yo sé que ustedes dirán: “no todo es tan sencillo, también está el amor”, el amor que siente y destila Gregorio por las cenas de Navidad en familia, por el escritorio lleno de libros y por su lecho, que la madre siempre se ocupa de tender y que la luz del día ilumina invariablemente desde la ventana, sobre todo esta soleada mañana de verano, diferente de aquella que contempló su asombroso despertar. Es entonces que (¡oh, hado indescifrable de su existencia!) un despreciable insecto como el que anida, como el que sobrevive desde su alma todos los podamientos acaecidos, trepa por uno de los pilares de su blanquísima propiedad, desfila osadamente por su extensión y ante la vista de Gregorio. Siente brotar dentro de si la rabia de su corazon espejo y expulsa al intruso, barriendole con la mano. Acto seguido y mientras la victima intenta reponerse (todavia aturdida por el golpe recibido a l caer), busca el instrumento de castigo imprescindible, la mortifera chancleta que desciende, una y otra vez, quebrando el espinazo, tronchando el amago de huida y una existencia indeseable. Una y otra vez, el arcangel de las huestes celestiales arroja al maligno que sucumbe. Erguido sobre si mismo, valeroso e invicto, Gregorio es la  imagen de la victoria. Frente a los despojos del caído, invoca legítima defensa: “¿Qué hacía en mi propiedad, quién lo invitó?”. Es la primera vez que algo así ocurre y no será la última. Entonces la madre atraviesa los umbrales del recinto, bandeja en mano: “¿Qué pasa hijo, y ese ruido?”. Gregorio abandona el arma ensangrentada. La bandeja lo aguarda en el borde de su lecho. Se sienta y pronuncia, lentamente, las palabras que explican: “Era solo un insecto”- y el vaso llega a sus labios.




8. Hija de la Luna


Me han dicho que en la lejana Inglaterra existe una categoría de personas que se dedica a subirse a los tejados y verificar el horario en que los trenes pasan frente a su punto de observación. A esta actividad la suelen denominar trainspotting y aquel que la realiza es definido como trainspotter

Cuando más turbado estaba se dio cuenta de que la mujer que pensaba no era la presumible imagen que supuso de una de tantas amantes visitadas, sino la de una actriz lubricando una escena especialmente memorable de una película que alguna vez vio. Se encontraba retirado sobre su cuerpo. Se encontraba sobre su austero colchón sin ninguna otra cosa que precaver o realizar fuera de este encontrarse en el deseo. Al lado de la cama se hallaba la escotilla por donde asomaban las ramas del jardín sobre su cuerpo, con el asombro de los peces y el aliento de los panes inasibles. Entonces ella pasó como un flashazo en su memoria, justo después de aquella dama sexagenaria que se quitaba la dentadura y le obsequiaba al adolescente que alguna vez fue, una fellatio casi vaginal pero más demoledora en sus efectos. Un flashazo entre otros pero especialmente nítido. Siempre evocaba la imagen de las mujeres que se venían delante de sus ojos y ahora entre sus parietales. Aquellas que había visto, visitado y perdido. Podía ver a la perfección su cara de cachetes incendiarios, la mordida en el labio inferior y los párpados semicerrados. La sonrisa sin liberar el labio de su prisión y que llegando a hacerlo, devenía en una última vocal que no evocaba lo gutural del sonido al expirar el aire.

¿Quién había sido y qué había sido de ella? Si, porque sólo vino a saber el origen de esta mujer de carne y celuloide cuando más turbado estaba. Los componentes de su placer siempre le habían puesto en claro su origen. Era como un pacto secreto entre ellos y él. Siempre hasta ahora y hasta esta mujer de cachetes incendiarios, esta bellísima malabarista existiendo en la cuerda floja de su esperma consumida y consumada. Fragilísima barrera erguida entre nuestros recuerdos reales y los otros. Él nunca había poseído ese cuerpo de mujer pero era como si así hubiera sido. Esta certeza fue una alevosa bofetada. Los recuerdos comenzaban a insubordinarse, a deslizarse como gotas de rocío en la “escotilla”. Logró vencer el amargor que le brindaba esta nostalgia prestada, sumergiendo la doncella que nunca estuvo dentro del mazo de sus barajas ginocéfalas. Sólo entonces arribó disciplinadamente una legión de espermatozoides suicidas a ensangrentar con su sacrificio la palma de la mano. Llegó como un robot descontinuado. A veces era venir como un perro o un cura en desasosiego. De los perros tomaba la violencia. De los curas, la mística del ladrido.
Sus barajas formaban en la cabeza una especie de caleidoscopio, una máquina de híbridos en cada nuevo movimiento del “artefacto”, en cada beso de párpados y enamorados. Fragmentos esparcidos a todo lo largo y ancho del tiempo, en el brevísimo espacio de sus falanges. ¿No era una sola mujer la que poblaba el mundo? Mujer de vulva rosadita o parduzca, mujer de vulva en un siena degradado, mujer de vulva en un profundo ultravioleta. Mujer de estrechez adiposa en la entrada de su más secreto imperio. Mujer himenizada. Mujer deshimenizada, reciente o antediluviana. Mujer de suave felpa en el pubis. Mujer de rizos agrestes o benévolos. Mujer de senos como copas invertidas y pezones en la base. Mujer de senos dirigibles. Mujer de senos abatidos y surcados por estrías. Mujer de senos como cítricos menores.
A la mañana siguiente su primer pensamiento fue que un mundo mejor sería aquel donde a uno se le pagase por fornicar. ¿Qué otra tarea podría realizarse más a gusto?
Así, súbitamente iluminado preparó el desayuno, y mientras el café declaraba explícitamente su posibilidad de ser consumido, su segundo pensamiento se basó en la convicción de que todas las mujeres con las cuales uno entra en relación desde que el glande nos sirve para algo más que orinar y hasta que ya no sirve para otra cosa que para entrenamiento de los alumnos de medicina vienen a ser compañeras de escena en un solo a dos voces que ejecutamos en cada encuentro, en cada desencuentro, en cada nueva variación sobre el mismo tema: un hombre, una mujer, una corriente subterránea.
No es extraño que su tercer pensamiento fuera buscar compañía.
La vio. No hizo falta buscar mucho, la vio. Era la misma mujer con cachetes incendiarios. Estaba a un costado del cine cuando él llegó y entonces la pudo ver. Tenía una bufanda verde y un vestido de una sola pieza. Flores o alguna pendejada tierna. Le habló como si siempre la hubiera conocido. Ella le respondió como si siempre lo hubiera conocido. Tomaron algo juntos y él se quedó colgando de sus ojos verdes. La invitó a su casa. No lo dijo pero la invitó a su “escotilla”. Ella no mostró oposición alguna.
Él dijo: ¿No te da miedo irte a la casa de un extraño? Ella dijo: ¿Y a tí no te da miedo llevar a tu casa a una extraña? Hay algo en los ojos de esta mujer que hace temblar. Tal vez sea una de estas adorables brujas que los inquisidores incineraban para mayor gloria de Dios y para satisfacer su mórbida curiosidad en la audiencia de las múltiples e innombrables herejías de la acusada. Una de esas brujas que esperan a los hombres en parajes imposibles y les roban el corazón para cocerlo en la suma de sus brebajes, y el pobre hombre, al regreso de la caza, no demora en caer abatido sobre la cama, y su mujer y sus hijos, y los vecinos a veces, intentan evitar que se consuma con cuidados y desvelos, sin saber que ya lo que era su corazón se abrasa en la misma olla fraternal con intestinos de gato y unos ojos de murciélago. Y ya no hay nada que hacer entonces, sólo esperar la extremaunción y resignarnos a que abandone este “valle de lágrimas”.
Ella se acostó a su lado sobre la cama. Su cuerpo de cierva esperaba la irrupción de la flecha que el cazador demoraba en tirar. Tenía un nombre impronunciable que en algún dialecto del mundo quiere decir “Hija de la  luna”. Él prefirió llamarla así, lunática aparición del invierno temprano. Agreste irrupción de primaveras demoradas con un fondo de peces curiosos asomando en la “escotilla”. Submarino perdido en los océanos del tiempo. La hija de la luna pertenecía a otro hombre, un hombre que de lejos manejaba los hilos de una lunática marioneta. Retablo donde un hombre acaricia los cachetes incendiarios de una mujer que no le pertenece. Una mujer que tampoco pertenece a la tierra y que pronto deberá volver a la luna. Un hombre a su lado que se asfixia en la escafandra, ante el vértigo de la magia que no se detiene en el andén; que exige sonrisas cuando la no posesión nos clava una lanceta en el bajo vientre y otra en el corazón, o en ese punto de las arterias donde ambos se comunican. Él la besó tímidamente, un beso casto y escrupuloso. Un beso exhaustivo después y otro desesperado. Besos que agarrados corren de las manos como niños inconscientes, como ángeles pervertidos. Ella le pidió entonces no hacer el amor, temiendo la penetración reglamentaria. El hombre respondió: “Estamos haciendo el amor”. Entonces ella sonrió y abrió su cuerpo. Sus muslos como laderas hacia el abismo del paraíso. Cerró los ojos. Él naufragó entre el sudor y los gemidos de la hija de la luna.
Él quiso tenerla desesperada, absurdamente. Él negó querer tenerla desesperada, absurdamente. Ella habló de volver a la casualidad. Invocó la teoría del caos y un elefante y una lámpara de noche y secretas conexiones. Él no era un budista ni un flagelante. Ella dijo que lo llamaba. Él esperó, y no pudo esperar más en la agonía de las lunas enemigas, y apareció donde no debía a preguntar por la criatura cósmica de entrañas florecidas. Ella llamó y estableció un desencuentro. Él leyó su reverso y se adornó para encontrarse, otra vez, con la mujer de su vida. Él oyó mil razones de la mujer de su muerte que invalidaban su adicción. Hay argumentos que pueden dejarnos mudos, no inmutables. Y ella le dijo adiós alejándose, como una tristeza de cachetes incendiarios, custodiada por miles de vagones de humo.





9. Cuidado con las hormigas


Una hormiga que carga un pedazo de pan puede cambiar el mundo - dice el Filántropo a Franz. El pan pudiera pertenecer al desayuno que le ha servido el joven, el amante, el aprendiz a su maestra, dama de veteranos orgasmos. Ella descansa la mañana y comienza a despertar sus ojos y el cuerpo, sobre este lecho que es común desde la luna creciente. Él ha querido sorprenderla con un gesto de cuidada cortesía y ella lo mira con total complacencia. Mientras, él mastica su pan con ternuras y mayonesa. La noche anterior han fornicado con una laboriosidad propia de himenópteros. Sus ojos se posan sobre la boca del otro, como anoche se posó ésta sobre su monte venéreo y más abajo. Un pedacito de pan flotando en el vacío que se extiende entre la boca del joven amante y la dama. No uno sino muchos, demuestran indubitablemente la ley de gravedad. Se nubla su mirada enternecida. No una sino muchas hormigas, redistribuyen a una pequeña escala la riqueza del planeta. Mientras las ve compartir su desayuno recuerda que en el Brasil existen unas hormigas llamadas tambochas que pueden devorar un ser humano, y este conocimiento es un vértigo para su estómago. Una tupida red de reciclaje se extiende desde el borde de la cama (donde está sentado el descuidado e indiferente comensal) hasta el hormiguero. El lugar se halla al final de la caravana, en la base de una pared donde cuelga un retrato muy querido. Su pensamiento se pierde dentro del marco donde un hombre con bigotes hace como que sonríe ante la amenaza. El joven le dirige a ella una mirada estúpidamente feliz. Ella sonríe como el hombre del retrato. Se muere de ganas de decirle que es un “puerco” pero no lo hace, no le gusta discutir. Antes de terminar el desayuno, ha decidido que es la última vez. Esta certeza la excita particularmente. Una última vez el abrazo del joven toro y la elefanta adulta. Estertor de las hormigas bajo la piel. Se despiden en la puerta con una sonrisa cómplice. Ella dice que lo llama.

El teléfono es el padrastro del hombre moderno. Permite establecer, continuar y deshacer relaciones a distancia. El mundo, de hecho, es, y cada vez más, un telemundo. El joven amante espera confiado la llamada inminente de la dama. El joven amante desespera porque el teléfono le brinda en el contestador la voz de todo el género humano, menos la de ella. Comienza a inventarse excusas con dígitos extraviados y todo tipo de accidentes. Ignora que la realidad suele ser mucho más simple y doblemente cruel en su simpleza. No quiere confesarse que el olvido es la más femenina de todas las virtudes. No puede más y llama. Una voz masculina es la voz del otro lado. El joven no contesta y cuelga. “Debo haber marcado mal”, piensa. Revisa el número y vuelve a marcar, esta vez más cuidadosamente. La misma voz pero más molesta. El joven no sabe que hacer. Decide verla y lo hace para su dolor. La ve acompañada por el nuevo amante. Es decir, nuevo para él. Lo grave del caso no es la excusable promiscuidad sino una serie de licencias que se toma el suplente en plena vía pública y que a él nunca se le hubieran permitido. El grado de intimidad de la actual pareja deviene un indicador sobre la imposibilidad de continuar el “aprendizaje”. Esta certeza le duele como varias. Desgajado violentamente de la “droga”, sigue siendo rehén en la adicción de su cuerpo. Ciego de ira, no sopesa la masa corporal de su adversario y avanza hacia la pareja-dolor de sus ojos. El descuido de tales consideraciones resulta fatal para su cuerpo. Recibe una paliza poco edificante y una advertencia. Como no puede molestar más a la señora por consideraciones de orden físico, decide estigmatizarla en los versos que comienza a escribir en sus horas libres. Es la venganza de la inmortalidad. Todo joven aquejado de mal de amores amenaza con devenir un Poeta. Para su suerte, el poeta incipiente conoce a alguien que puede publicar lo que él escriba, a cambio de “ciertos favores” de los que no hace falta hablar.

Ambas partes cumplen su parte.

La adolescente de trenza azul y espejuelos de gacela no puede hallar algo digno de sus entrañas entre los rústicos mocetones de la facultad.

Entonces al centro de estudios es invitado un ya no tan joven poeta que hace unos años escandalizase a todos con un libro donde mujeres elefantas copulaban con jóvenes toros. El libro en cuestión solo logró ser publicado gracias al apadrinamiento de un encumbrado y controvertido personaje del Olimpo editorial.

La adolescente de trenza azul y espejuelos de gacela tiene este libro que ella define como “imprescindible para la poesía contemporánea del país”.

Anhela que le sea dedicado por el autor. Además, sería feliz si éste escribiera un poema donde ella fuese una “elefanta en flor”. El día del recital es presentada a él, por uno de los profesores del centro, en calidad de “una de nuestras jóvenes amantes de la buena poesía”.

El autor es cortés y ella discreta. Sabe que no ha llegado todavía el momento de “florecer”. Luego de conseguir su dirección, se presenta donde el ya no tan joven poeta, ya no tan joven amante, con la excusa de “un libro por dedicar”.

La excusa no hace falta.

El autor la invita a pasar y le ruega que abandone los formalismos. Luego de dedicarle el libro, la invita a tomar té y a conversar de literatura mientras degluten galleticas de crema y todo tipo de golosinas. “Dentro de un rato - dice el autor que debe inmortalizarla - vienen algunos amigos. No sé si quieras quedarte, pero ya estás invitada”. Ella no pone objeciones y cuando le está confesando que ella también escribe, aparecen los amigos y por supuesto las amigas. Entre los “mejores amigos” se encuentran varias botellas del más célebre licor y alguna que otra “esperanza”.

Casualmente, alguien se desviste y la joven de trenza azul y espejuelos de gacela lo interpreta como “un acto muy valiente”.

El “acto valiente” no engendra ningún tipo de violencia represiva, e incluso el cómodo abstencionismo cede al contagio.

El “siempre joven poeta” acaricia su trenza azul, mientras declama el advenimiento de un mundo sin prejuicios ni tabúes.
La conoce durante una orgía a la que es invitada. No se puede decir que los hombres no le gusten pero es innegable que las mujeres le gustan mucho más.
Y más que todas las mujeres le gusta esta adolescente de trenza azul sin espejuelos de gacela.
La bella mujer alta y delgada se ha quedado prisionera en la imagen de una gacela. Hay un hombre sobre su espalda pero ella no deja de mirar como el poeta sodomiza a su visión predilecta.
Ella no deja de mirar como este tierno animal cuadrúpedo brinda su boca para que un fauno invitado sea su líquido más blanco. El hombre que había en su espalda ahora mancilla sus senos con baba, y cae junto a su pene y es una “pena”.
Ella no deja de velar un solo instante por su deseo más urgente.
La luz agoniza y la “fiesta de la vida” deviene, en los cuerpos agotados, su reverso.
Sólo ella está despierta frente a ella. Una gacela y otra no duermen.
Está reclinada sobre un colchón y ve acercarse la silenciosa esbeltez de esta mujer que mira.
Se sienta junto a ella y comienza a acariciarle su larga trenza azul.
Toca los senos.
Toca los muslos.
Toca entre las piernas de su espejo.
Sus labios son como inmensos telones de un teatro y un amor. Su sexo latiendo en equinoccio simula una orquídea de los trópicos. En la flor de su carne un diamante se despereza.
Desde entonces están juntas, pero, definitivamente, la adolescente de trenza azul y espejuelos de gacela ama los penes compactos y surcados de venas. Quiere casarse y tener hijos.
Se va entonces de su vida. Esta bella mujer alta y delgada se arrastra por los bares repletos de hombres que no le interesan.
El trago está en la mesa y ella, sola.
Un hombre se acerca y la invita a copular sin mas rodeos.
Ella piensa que este tipo se merece un golpe que le inutilice los testículos de un modo irreversible. Se levanta sin responderle. Salen juntos.
Se quita la ropa y espera por él. El hombre se demora en el baño y cuando sale se sienta a su lado sobre la cama. Ella espera. Él aventura una caricia en la mejilla. Se besan. Él se levanta y regresa en seguida con unas medias negras. Le pide que se las ponga . Él comienza a regarle su baba por todo el cuerpo. De pronto se detiene y se queda sentado en el borde de la cama sin mirarla. Ella no le pregunta nada. Él, entonces, se vira hacia ella y le pide que lo amarre. Insiste. Ella es escrupulosa anudándolo a los barrotes. Se monta sobre él y se encaja la verga con furia. El hombre comienza a dar muestras de una creciente y definitoria excitación. Antes de que él pueda completar su ofrenda líquida, ella estira su brazo derecho hasta una almohada vecina de sus nalgas. La toma y sujetándola con las dos manos la hunde en la cara del hombre. Él no puede contener sus esfínteres y ella no alcanza a saber si es orine o esperma lo que invade entonces su vagina. Su poquito de mierda mancha también la sábana. Ella termina de venirse sobre él, acompañando su defunción y sólo entonces quita la almohada. Ve los ojos desorbitados. Va hasta el baño y se limpia. Nunca deja de hacerlo. Le parece que abandonar el cadáver así denota muy poca creatividad. Pasa por la cocina y encuentra lo que busca.

Entre los ojos del cadáver y los tegumentos que afloran en su cuello, hay una boca desdibujando una mueca. Siente el impacto de la sangre caliente pero no piensa detenerse. Avanza el cuchillo hasta la región esternoclavicular y la cara anterior del tórax. Ella se deleita en dividir todos los músculos que brotan mientras la mano izquierda separa el colgajo de partes blandas. Siempre ha sido una perfeccionista. El cuchillo se sumerge hasta lo hondo. Allí están las costillas de donde Dios ha hecho nacer a la mujer y a las lesbianas, y el esqueleto de este hombre sacrificado por una. El objeto de disección, se encuentra atado a la muerte por sus cuatro extremidades. Ella conoce el procedimiento por los libros. Al nivel de las costillas falsas el cuchillo pone al descubierto la parte superior de las aponeurosis que rodean los músculos de la pared abdominal anterior. En este punto se detiene y antes de entrar en la cavidad peritoneal siente ganas de fumar. Toma un cigarro con cuidado de no manchar con sangre la ropa. Lo prende, no tiene prisa alguna. Mejor extasiarse. Desde niña ha visto abrir los puercos para Navidad pero nunca había ejecutado la operación. Ahora está abriendo a este hombre y no existe demasiada diferencia. No siente el más mínimo remordimiento, es culpa de él haber muerto. Él pidió ser amarrado por la mujer equivocada. No hay porque tentar al demonio. La mano izquierda eleva con fuerza el borde derecho de la herida cutánea. La punta del cuchillo, manejado con vocación , secciona el peritoneo parietal en la línea blanca, a una distancia aproximadamente igual del ombligo que del apéndice xifoides. Con un corte dirigido hacia el pubis penetra en la cavidad abdominal. Por fin, las tripas. Un líquido se derrama por la abertura practicada y se incorpora al imperio de sangre que es el cuerpo desnudo de la asesina. Los dedos índice y medio de la mano izquierda puesta en supinación completa, penetran de arriba a abajo en la herida. Quedando a ambos lados del lomo del cuchillo y dirigidos hacia el pubis, los dedos elevan la pared abdominal a cada lado de la línea blanca. La incisión cutánea prosigue hasta el pubis, desparramando en su recorrido los órganos del abdomen. Cuando llega a la zona de insalvable diferencia entre los sexos, sonríe tristemente. Castra a lo que queda de su amante y le fuerza a albergar en la boca lo perdido. Entonces va al baño otra vez y se limpia meticulosamente. En el taxi piensa en la adolescente de trenza azul y espejuelos de gacela y siente ganas de llorar como una niña.
La autopsia es un termino que por su composición etimológica designa, a la vez, la operación de abrir un cadáver y el examen de sus tejidos, órganos y aparatos puestos a la vista por las operaciones practicadas. La autopsia es el estudio detallado de un ser muerto, con el objeto de buscar en él y de reconocer, si es posible, las causas de la muerte. La primera de estas acepciones, el responsable directo del crimen tuvo la gentileza de incluirla dentro de la obra. Si exceptuamos la chapucería de las vísceras abdominales, podemos decir que fue un trabajo notable, y más tratándose de “un” autodidacta. La segunda de las acepciones le compete exclusivamente a los profesionales. La necrosis temprana del cerebro arroja luz sobre la verdadera causa de la muerte, disimulada detrás de tanto corte sin costura. Ese hombre de profundas entradas que vemos reclinado sobre el cadáver es el operador, que se ocupa de analizar y culminar la disección empezada por la asesina. A estas alturas, además de las huellas de esperma recolectadas por los peritos en el lugar de los hechos, existen informaciones de testigos oculares que vieron salir al occiso del bar que frecuentaba en compañía de una bella mujer, alta y delgada. El hombre de profundas entradas termina su trabajo y se encamina hacia su casa. Cuando llega se ducha y prepara la comida. Spaguettis con carne. Es bueno cocinar para uno. No hay que esperar a estar en la mesa para comer ni estar pendiente de si al otro le gusta. Sólo hay un otro y es un bellísimo lebrel afgano de blanco pelaje. Durante la digestión, es su costumbre sacarlo a dar un paseo. Al parque, como siempre. Llegan y mientras “el mejor amigo” se entretiene con su poco de libertad, el hombre sentado sobre un banco alcanza a ver una hormiga subiendo tercamente la ladera del asiento. Se le ocurre que la vida de un hombre es tan frágil como la de una hormiga y siente vértigo. Entonces, se entretiene en retirársela a ella y ser Dios, y tal vez cambia el mundo.





10. Un artista del suicidio

Aproximadamente cuatro veces al año Yuri se suicida. Amigos no faltan que le han propuesto acompañar cada espectáculo con una de las “Estaciones” de Vivaldi por vez pero esto implicaría un compromiso con el calendario y los solsticios, y por ende, una total predecibilidad de estos sucesos, sin contar las molestias que conlleva supeditarse al correcto funcionamiento de un equipo de audio. Yuri prefiere depender lo menos posible de todo lo que no sea su cuerpo para realizar las funciones que validan su existencia como suicida. Es decir, su deseo de no existir. De seguir tales consejos, Yuri no podría evitar (además de tener que obligarse a que la fecha justificara la Estación seleccionada) que para los espectadores consuetudinarios de su obra, aquello viniese a ser una especie de himno. Un desastre, en fin, del factor sorpresa. Podemos estar viendo la televisión o sentados en el inodoro cuando se nos obsequia con la noticia de un nuevo “suicidio”. Este tipo de obra no deja de enfrentarse a incomprensiones, la más notoria de las cuales parece ser la de sus progenitores para quienes no se trata sino de un atentado a la inversión que es todo hijo para un padre. Es imposible que seres tan pragmáticos comprendan este género de arte que se caracteriza por el agotamiento formal acelerado (de ahí el afán constante de Yuri por la originalidad) ante un público (especializado) que exige cada vez algo distinto a la anterior puesta. La obra de Yuri no es una farsa como muchos afirman, cegados por los conceptos tradicionales y arcaicos del arte. Se trata más bien de una espiral donde cada nueva actuación (performance) contiene a las anteriores, punto sobre el que volveremos en breve, después de narrar una de las últimas y más relevantes ”veces” (éste es el término preferido por Yuri). Se trata de un día como otro cualquiera. Yuri consume una dosis exagerada de fármacos (sus muñecas no han cicatrizado todavía del todo) y obsequia a una dama, renuente a sus requiebros, una esquela explicatoria y sentimentalmente comprometedora (deposita en esa destinataria la culpa de un algo que de todos modos ocurriría, ella es solo el pre-texto. Clara referencia a Werther) que incluye dentro de un libro que le regala, y que ella, con toda seguridad, demorará en abrir. Yuri es todo un artífice: Sabe que, como en las películas, ella sentirá remordimientos y no dejará de confesarse culpable frente a las cámaras. Esto lo hará feliz “dondequiera que esté”. Satisfecho con la realización de la primera parte del plan (los fármacos ya se encuentran en un plácido viaje rumbo al sistema digestivo) se impone buscar un escenario para la muerte que todas las “veces” ha sido intentada de un modo sincero, y un espectador inocente. Es por eso que acude a la casa de un amigo que (créanlo o no) desconoce la ya pública vocación de Yuri. Pero (aquí interviene el azar) se divierte tanto con las ocurrencias de éste que olvida la razón de su permanencia en el lugar (acusada referencia a Cyrano de Bergerac en su postrer parlamento). Prosigue en su olvido cuando el “testigo” lo invita a caminar por los alrededores y, en una cafetería a donde llegan, le paga una “deliciosa” infusión. Los eternos críticos de este tipo de arte han censurado la forma en que Yuri permitió que todo ocurriese en un lugar tan poco propicio para el goce estético). El desmayo que sobrevino al sumar el oscuro brebaje a su dosis latente así como la enérgica reacción popular y la llegada al hospital más cercano donde fue víctima de un lavado, y la posterior circulación de la carta testamento, han propiciado una injusta atmósfera de descrédito e incomprensión. Pero lo que la mayoría de las personas (por suerte siempre existen seres con sensibilidad suficiente) ha ignorado, es ese punto sobre el que ahora volvemos, donde cada actuación contiene a las anteriores y prepara la próxima que, a su vez, funcionará como estas hasta alcanzar el Absoluto. Esta inequívoca confluencia con la dialéctica hegeliana así como la devoción por Heidegger y Schopenhauer ha coadyuvado a que Yuri se incorpore a la prestigiosa carrera de Filosofía, en lo que todos parecen concebir como una renuncia a sus búsquedas artísticas, pero yo adivino como un necesario proceso de argumentación teórica, una fecunda e imprescindible tregua.




11. Naturaleza muerta con sexo


Ya saben de que se trata.

No está de más señalar que alguna vez pensé que en aquel cuarto podía perfectamente envejecer. Actuar junto a ella esa antiquísima pareja, poblada de canas y de vástagos que agradecen, y agradecen, y agradecen. Y es que estas historias nunca se inician pensando en los finales. La promesa de un “para siempre” es la que nos impide reparar en sacrificios en nuestro intento de retornar al Edén que nunca ha estado. Se incluyen dentro de estos sacrificios la ceguera ante las cosas más evidentes, y su evidencia siempre cuestionable. Ese futuro, que compartir vale la pena, es el que nos alienta a soslayar las mierdas cotidianas cuando ya no nos alcanza para ser felices la remembranza del mítico acto de “caer en el amor”; y nuestro común presente, para no hablar del futuro, amenaza naufragar como un bote frente a un iceberg. Sucede que de un punto determinado no hay regreso. Sucede que no es raro golpearse la cara contra un muro. Pasa que a veces presupone un ajuste de cuentas. Ocurre que el que inicia las acciones suele alcanzar la victoria sobre el otro, y poco, por no decir nada, tiene que ver la piedad con este tipo de cirugía.

El enemigo no es otro que ese animal de tibio sexo con que comparte orgasmos desde hace tanto. Son el volumen de los días y las noches rebasadas lo que ha quedado como despojo de tanta presumible eternidad, reloj de arena que ha callado la conjunción de anatomías. Han bastado unas horas para quebrar el cristal. Va pisando los fragmentos que tiende en su superficie la solitaria calle. Ya puede adivinar el portal iluminado, el bombillo que sobrevive de pedradas y avaricia. Viene a extirpar el cáncer de su vida. “Todavía está a tiempo” - ha dicho el hechicero. Debe limpiar su camino aquel que busca consejo, así como el hechicero ha limpiado sus pupilas. Ya lo protegen las potencias convocadas. Ella tiró a matar y él no deja de sorprenderse. La mujer que dice amarlo anhela su ruina y ha invocado a los espíritus para vengarse. Ahora lo ve todo claro si sus ojos retroceden en el tiempo. Cada palabra, cada caricia muda el sentido. Nunca debió aceptar en desafío la sinceridad. “Las mujeres no perdonan” - reza el hechicero y tiene razón. La sangre de la víctima late entre los dardos. Y es que jugando a la verdad comenzó ella a mentir, herida en su narcisismo. O comenzó a mentir antes o nunca dejó de hacerlo, quién sabe. Y él no puede olvidar esta mentira, dardo en las entrañas, en la que cada caricia es una trampa. Su víscera, casi imberbe, no tolera ambivalencias. Toca a la puerta y un bombillo declina su torpe, precaria luz. Duda del enemigo al que ha venido a vencer. Todo el vigor de su defensa se agrieta ante los signos que teje, en su memoria, ese cuerpo que ha explorado su sexo adolescente, bautizando cada paraje. La mano que ya acciona los ruidos del cerrojo es la mano que ha sembrado tanto bien y su reverso en cada surco de su cuerpo. La otra sangre sólo ha de hundirle y él pretende salvarse como esos animales que huyen de la tormenta. No quiere oír las mentiras que ella habrá de decirle pero quiere oírlas. Por eso está parado frente a la puerta que ya se abre. Necesita combustible para el momento supremo del rencor. Se abastece de la visión de unos bellísimos ojos que en silencio preguntan, aguardan. Ve la perversa lengua reclamando la suya. El enemigo decide tomar la iniciativa. Ella ha trocado el color de su pelo en bermejo, como él tantas veces se lo pidiera en vano. Y ha debido hacerlo justo ahora, aprovechando estos breves días de ausencia, estos breves y reveladores días. Ella ha olfateado en el aire el cadáver que hiede. Regala esta sorpresa capilar, que él agradece con una casi imperceptible sonrisa. El mensaje es evidente. “Mira - parece decir - las cosas que estoy dispuesta a hacer por ti. Es solo el pelo pero puedo hacer más”. Él escucha sin oír lo que dicen los labios. Mientras más amoroso va el discurso, más se asoma la brutal certidumbre de las babas que el Diablo tiende en cada segmento. Lo seduce el patrimonio inusitado de tanta sensibilidad desbordada. Ella no puede saber hasta dónde él sabe y ésta es su arma mayor. Ella no sabe que él escucha su conjuro secreto: “No te vayas, por favor. Debes quedarte hasta que te destruya completamente . No has de ser Tú el que decida. Es un papel que sólo a mí me corresponde. Entrégateme como siempre y olvida tus dudas”. Ella supone dudas, él sabe certezas. Gira el húmedo centro gravitatorio en esta habitación poblada de fantasmas. Vértigo de los roles asumidos. Hada maligna que tiende un velo amenazando clarividencias. ¿No sentirá igual ella en sus oídos esta canción de nostalgias que abofetea el rostro?. ¿Será verdad la verdad?. ¿Será posible perdonarla, empezar otra vez...? Pero el rosado angelito se evapora cuando ella regresa con el café que le han aconsejado no tomar, y los ojos se encuentran. Él prende un cigarrillo y en el humo se sumerge una mujer que comienza, feroz, a hurgar en sus pantalones. Cuando su cuerpo se dobla, cuando se lanza, voraz sirena, a humedecer con saliva lo que esconde la bragueta, es que el espíritu del odio se repone y contraataca. La cama dista de los cuerpos un metro o casi. Cien centímetros que repudian la cabeza pero que excitan la lujuria de un doncel incontinente. Rechazo de la cabeza que multiplica el fuego del cuerpo, de los cuerpos. Lo inflama este ejercicio de máscaras que ella ejecuta.

Deseo de ver hasta dónde ha de llegar este amor a quien ya no conocemos, a quien ya no reconocemos. Mujer ajena en quien todo nos asombra o nos resulta grotescamente comprensible. Extraña que visita nuestro cuerpo como si lo conociera. Mientras devora el cuerpo que se despereza, su mano extiende, salvando el torso, en busca de la boca. Quiere comprometernos. Nos tienta a simular con ella un amor que nada nos cuesta representar. La mordemos meticulosamente. Es ésta nuestra mano, ésa que al placer despierta y va hundiendo los dedos en el bermejo cabello, asiéndolo con fuerza, tirando de él con fuerza, mientras irrumpe la esperma en la garganta.

Ella activa con destreza los resortes de siglos, busca, reclama, posee. Como en un cuarto de espejos, la excitación proveniente de un cuerpo inflama al otro. La vagina se abraza al cuerpo que la recorre, enemigos que esperan terminar justo después del contrario. No logra saciarse. Los dedos se introducen en el esfínter y comienzan a dilatarlo, preparando la visita de una zona hasta ayer mismo vedada. Ella se esfuerza, se obliga a satisfacer todos sus reclamos y él lo sabe. Siente fluir el poder que ahora detenta. Retira el cuerpo que cabalga sobre la pelvis y volteándolo, lo coloca a horcajadas. No habla. Ella dice algo pero él no la escucha. La mano busca saliva y humedece el agujero. El falo comienza a taladrar, a desbordar los pliegues mientras la mano secuestra, viniendo del cuerpo que atrás se agita y consume en contracciones, la vulva que viaja, inserta en el furor de la pelvis, hacia un punto lejano y blanco pero asequible en el horizonte

Fijémonos bien en ésta escena: ella echada al lado de su cuerpo, que yace bocarriba. La cabeza bermeja es un rostro hundido entre las sábanas. Se levanta unos centímetros y observa atentamente los labios de responder. La pregunta flota entre los dos como un gran miedo: “¿Te gustó?.” Es una bomba especialmente sonora en el silencio casi absoluto de este cuarto. ¡Qué pregunta!. ¿Cómo responderla?. ¿Qué se supone que uno diga en estos casos?. La respuesta no deja de ser verdadera. “Sí”. Pero la frase no está completa: “Sí, claro que sí.” La clave no es la respuesta sino la pregunta. Por sí misma, y por el tono en que ha sido pronunciada, establece las coordenadas de una total servidumbre. La cabeza vuelve a hundirse entre las sábanas, la boca dice algo así como: “Mi amor, cuánto te he extrañado.” No puede ver la sonrisa de su enemigo, que ya ha vencido. Pero no, no es una sonrisa sino una mueca. Esa pregunta, antes, la hubiera hecho él únicamente. Otro cigarro y el humo va a perderse entre los vericuetos de un techo que esta vez no parece tan lejano, y exhibe en su territorio las babas insuperables que un Diablo embriagado le obsequia. Acaricia mecánicamente su pelo bermejo. Despojado de todo lo demás, sólo queda la rutina de un gesto, cada vez más absurdo. Después vendrán los pormenores de la ruptura pero es más bello este final con dos cuerpos sobre una cama, el humo de un cigarro que evoca las alturas y un silencio como de otoño en el cementerio. Mejor dejémoslo aquí, atravesando a la inversa y sin demasiado ruido, el portón de su utopía traicionada. Digámosle adiós como él le dice a esta mujer, a esta bellísima mujer, de pelo ahora bermejo, que alguna vez creyó imprescindible.



12. Homo habilis

Me dijeron también que podía usar estas manos, es cierto que me faltaban absolutamente todos los dedos, pero aún así... ¿Cuántas cosas no podía hacer con ellas?. Mi vida transcurrió un tiempo sin accidentes de ningún tipo. Se puede decir que era feliz, se tenía en una gran consideración cualquier esfuerzo que realizase y siempre tuve palabras de aliento en los oídos. Los medios de difusión masiva del país se interesaron por mi caso, llevando ante millones de espectadores y radioescuchas los progresos que podía hacer en todas aquellas tareas que no requiriesen una gran precisión. Incluso, llegado el caso de aquellas, siempre existía alguien dispuesto a darme una mano, es decir, otra mano aparte de las mías, y yo, siempre lo asumí como lo que en efecto era: una forma de estimularme. Ocurrió sin embargo, que durante uno de los eventos a los que fui invitado especialmente, y con motivo de ello, transmitido a toda la nación (sería el último de ellos forzosamente), se hizo presente una nueva calamidad. Era un juego de baseball y tocándome en suerte la recepción de la bola bateada por el equipo contrario, fui a unir las dos manos a tal efecto (téngase en cuenta mi ausencia de dedos) y la bola no sólo no se detuvo sino que se llevó consigo mis dos erosionadas manos en medio del estupor general, según se afirma. Yo perdí el conocimiento, así que no pregunten qué fue del espectáculo. Me fue un poco más difícil entender esta vez, pero al final se impuso la cordura. A fin de cuentas en el mundo había personas que tenían menos que yo y el lamentable acontecimiento no dejaba de ser un accidente propenso de ocurrir en cualquier lugar y a cualquier persona. Los rumores maliciosos que achacaban mi desventura a desperfectos de la tecnología productora de bebés, (de la cual yo era un ejemplar, y que me fueron referidos con viril indignación por mi padre), no dejaban de ser sólo eso: rumores. ¿Acaso no era una hazaña que no hubiese perdido más, teniendo en cuenta las difíciles condiciones en que yo había sido creado?. Para nadie era un secreto que en el año en que fui concebido existió una falta casi absoluta de materia prima. La empresa, sin embargo, no cerró en ningún momento. Además ¿de qué podía quejarme si todo lo había tenido gratis?. Debo decir que soy una persona que antepone el sentido común a todo. Siempre he sido así y no pienso cambiar. Y sin embargo, esto no es lo peor...
Me dijeron (bueno, esta vez ya no hizo falta que me lo dijeran) que podía usar mis brazos sin manos, mis huérfanas muñecas, y así lo hice. Hace unos cuantos días andaba enfrascado en mi paseo matinal. Siempre salgo a ver el mar por las mañanas, a respirar la brisa y llenarme los pulmones y hablar con quien pueda encontrarse en semejante disposición de ánimo. Había un círculo de personas discutiendo el artículo del periódico donde se explicaba mi caso y donde salen las respectivas entrevistas de mi padre, mis hermanos y yo mismo (porque mamá lamentablemente nos ha abandonado desde el invierno pasado). Me acerqué con discreción, las manos ausentes dentro del bolsillo, y pude oír como un sujeto cuestionaba la veracidad de lo que estaba escrito. Llegaba incluso a mofarse de la tecnología empleada por el principal entrevistado. Aquello fue demasiado para mí. Levanté mis dos brazos para golpearlo y al dejarlos caer, pesadamente sobre su cuerpo, sobrevino un crujido. Un vacío (incluso mi pretendida víctima se apartó) se hizo alrededor de mi cuerpo. Yo levanté los muñones, que esta vez adornaban unos codos que ya no lo eran más. Tragué en seco y no se me ocurrió gritar ni desmayarme. Me consolé y casi logro estampar una sonrisa sobre mi boca. Iba a decir, pero esto ya cualquiera lo sabe, que siempre hay algo que puede ser peor...

Me dijeron (bueno, esta vez ya no hizo falta que me lo dijeran) que podía usar mis brazos sin manos, mis huérfanas muñecas, y así lo hice. Hace unos cuantos días andaba enfrascado en mi paseo matinal. Siempre salgo a ver el mar por las mañanas, a respirar la brisa y llenarme los pulmones y hablar con quien pueda encontrarse en semejante disposición de ánimo. Había un círculo de personas discutiendo el artículo del periódico donde se explicaba mi caso y donde salen las respectivas entrevistas de mi padre, mis hermanos y yo mismo (porque mamá lamentablemente nos ha abandonado desde el invierno pasado). Me acerqué con discreción, las manos ausentes dentro del bolsillo, y pude oír como un sujeto cuestionaba la veracidad de lo que estaba escrito. Llegaba incluso a mofarse de la tecnología empleada por el principal entrevistado. Aquello fue demasiado para mí. Levanté mis dos brazos para golpearlo y al dejarlos caer, pesadamente sobre su cuerpo, sobrevino un crujido. Un vacío (incluso mi pretendida víctima se apartó) se hizo alrededor de mi cuerpo. Yo levanté los muñones, que esta vez adornaban unos codos que ya no lo eran más. Tragué en seco y no se me ocurrió gritar ni desmayarme. Me consolé y casi logro estampar una sonrisa sobre mi boca. Iba a decir, pero esto ya cualquiera lo sabe, que siempre hay algo que puede ser peor...



13. Provisiones para el invierno

El hombre ha dicho a la mujer “te quiero” en todos los idiomas. El hombre no ha abierto la boca pero ha mirado a la mujer largamente, con un nudo en la garganta. Dentro de unos minutos pasará ella por los controles y el hombre se podrá desanudar el nudo de la glotis, mientras ella abra la bolsa de aire para vomitar posibles añoranzas. Después el pájaro de metal desfilará hasta posarse en un lejano aeropuerto. Después ella descubrirá que este hombre alfiler de las pupilas y la boca, no tiene modo de ser ubicado en el álbum de las rutinas y los deberes. Cada cosa en su sitio: los trenes en el andén, las barcas en la orilla.



14. Egipto

Le dije: Cambiemos este nombre que nos anuncia en la feria, si es necesario cada vez. Esta etiqueta que nuestros padres nos pusieron para vendernos con la certeza de una botella y un bouquet apropiado para los que saben elegir. Te llamaré de cualquier modo y así dejarás de ser “rebelión y amargura” en hebreo. Te libraré de tu conexión involuntaria con la virgen más asombrosa de la historia; y tal vez sea posible, de este modo, que cualquier significante, pongamos “ventilador de mi mesa de noche”, pueda dar con el significado. Pueda dar con lo que para mí tú eres, “moneda fenicia encontrada en la excavación estéril”.
Respondió: “tostadora reciclada”, las locuras para mí ya van dejando de ser moda. Tengo un cuarto de siglo, y el promedio de vida no es mucho más que tres. Tengo un cuarto de siglo y el mercado cada vez pide máquinas más jóvenes. El tiempo no es una arena congelada donde se besan los embudos del cristal. No deseo morirme sin ver las pirámides. Te juro que no tengo la culpa de que esto me importe. No soy eterna, tú tampoco. Tampoco las pirámides y el planeta que habitamos. Mucho menos este amor que dices tenerme. No quiero una vejez como una pasa sin cremas-antídoto y retorciéndome bajo el sol de los trópicos. No la quiero sin Egipto y sin “vos”, y sin voz. Te estoy salvando de echarte la culpa de esta isla con el mar en los cuatro puntos cardinales y en el cielo, donde vomito de tantas consignas-purgantes, y el paisaje es una ruleta donde no se juega nada, donde sabes que todos los días han de ser iguales en el mismo molesto punto, sin que un hada o un hado millonarios te toquen con su varita mágica. Saber que este país no va a cambiar o ya cambió, y no importa, porque de todos modos no hay lugar cuando retiran los cristales del invernadero y las plantas no soportan el clima, pero tampoco los cristales. Saber que sólo una vez se vive y que vale la pena probar suerte, aunque solo sea una cabrona vez en ese gran casino que llamamos “afuera”, sólo los que seguimos “adentro”.
Dije: “Muñeca de biscuit con pestañas de cielo”, ten al menos la conciencia de que millones de personas fracasan y de que muchos de ellos preferirían vivir fuera de las apuestas. Por lo menos…
Ella no me dejó terminar: No te lo niego, “reloj de sol con eclipse”, la diferencia está entre ser un ganador o un perdedor. Tú solo quieres ver a los segundos. Yo prefiero mirar a los primeros. Entre tu historia y la mía, prefiero la mía.
Dije: “llanto de mis costillas”, ¿piensas acaso que la felicidad sea aquello que sólo en caso de triunfar adquirirás?.
Respondió: No sé, “analgésico querido en dosis insuficiente”, perdón, “cachorro mío”. La felicidad, si existe, es la satisfacción de una falta hasta saturarse y tornarse in-felicidad. Por eso, sólo son felices en el mundo quienes se conforman con la mierda que tienen o encuentran un milagro hasta en el acto de respirar. Por eso todos los restantes habitantes del mundo están mal donde “son” o donde “estoy”. Por eso, quienes disfrutan de la privacidad se quejan de la incomunicación. Por eso, quienes sufren la mirada constante e ineludible del otro, desean la soledad. Por eso, quienes padecen corruptos gobiernos civiles anhelan dictaduras. Por eso, quienes gozan de gobiernos “honestos” e intolerantes a la vez, ansían la corrupción de las urnas. Por eso, los aristócratas sueñan con violar las “buenas maneras” y los plebeyos las imitan. Por eso, yo prefiero las pirámides, con perdón del Paraíso y de ti, “pañuelo mío”.
María se estaba yendo de mí. El viento hacía remolinos con la arena y mi silencio.